Greity González
Yo pienso en La Pereza e inevitablemente me sorprendo pensando en
otomanas francesas y en habitaciones con cortinas pesadas de tela. Me visualizo
ahí, en una posición recostada y lánguida a lo Madame Pompadour, mas no me
pienso feliz, porque no lo estoy. Porque La Pereza no es eso. La Pereza va más
allá de imágenes tentadoras de mujeres leyendo. Para mí, pereza significa mi
casa, mi hogar, en La Habana, allí donde mis abuelos me preparaban, a cualquier
hora del día, pero sobre todo, cada mañana, un café como nunca más lo he tomado
en Miami. Todavía creo que una de las cosas que más añoro hasta el dolor, en
este exilio, es ese café. Y si tanto regreso en sueños y en la realidad a mi Habana
es por ese café matutino que me da igual si no es Pilón o no es Bustelo, y más
bien es Cubita mezclado con chícharos. Y es que lo que me hacía feliz en esta
vida era ir a la cocina y tomar una primera taza en la mesita de ahí. Y luego
volver a entrar a mi cuarto, apagar el aire acondicionado BK1500,
(posteriormente cambiado por un LG chino tras mil indecisiones porque sabía
cuanto iba a extrañar “el olor único y el ruidito del aire ruso”), abrir la
ventana y ver la luz, esa luz Dios mío esa luz única de Cuba, esa luz tantas
veces luz que yo no sé si es la luz del Caribe o es la luz de mi Habana, pero
es la luz que quiero ver antes de morir. Porque yo me quiero morir de día en la
Habana. Y entonces, allí asomada con mi segunda taza de café, aspirar y llenarme
toda con la brisa fresca cargada de humedad, volver a la cama, a mi cama
“camera” que no es king como la que tengo aquí. Mucho menos parece una
otomana francesa, pero es mi cama, y en
ella leo “La alegría de vivir”, del gran Emile Zola, (ese sí que era un
escritor talla king). O releo,
mejor dicho. Y entiendo que eso y todo eso, y sólo eso, es la Pereza. La
alegría de vivir. De vivir los contrastes. De amar las simples cosas de la vida
y de gozarlas a plenitud, en momentos, por efímeros, inolvidables.