lunes, 14 de diciembre de 2015

"Piedad escatológica": excelente reseña por Claudia Amengual del libro de relatos "El exilio de los asesinos y otras historias de amor", de la escritora boricua Mayra Santos-Febres

Enlace al libro en Amazon, también disponible en Librería Mágica, en Puerto Rico:
http://www.amazon.com/exilio-asesinos-otras-historias-Spanish/dp/0692523170/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1450117944&sr=8-1&keywords=El+exilio+de+los+asesinos



Piedad escatológica
El exilio de los asesinos y otras historias de amor de Mayra Santos-Febres (La Pereza Ediciones, 2015)

            Pocos asuntos son más trillados que el amor en la historia de la literatura. Tanto que algunos llegan al extremo de afirmar que sólo de amor y no de otra  cosa estamos escribiendo todo el tiempo. Para estos extremistas, los otros asuntos –revisitados a lo largo de los siglos y resignificados una y otra vez por las comunidades receptoras de cada época– serían subsidiarios, ramificaciones de aquel gran tronco primigenio. Así, el amor daría paso a reflexiones acerca de la muerte, la soledad, el miedo y el tiempo, sólo por citar los más evidentes a partir de los cuales elaboraríamos una concepción cabal y compleja de aquel sentimiento convertido en poderosa fuerza.

            El fenómeno de la mujer pensando, escribiendo y publicando es reciente y aún está en proceso de consolidación. De ahí que la mayor parte de nuestra herencia literaria –lo que hemos leído y lo que han leído las generaciones precedentes– provenga de autores; a hombres, me refiero. En ese contexto fraguó la literatura universal vinculada al amor, o con el amor como centro. Y en ese contexto florecieron los clásicos de los que todavía hoy nos nutrimos. Que el amor haya sido el núcleo de la literatura de todos los tiempos no parece un problema. Nadie pondría en duda la calidad de Romeo y Julieta o de El amor en los tiempos del cólera, por citar dos títulos indiscutibles escritos por hombres en distinta época.

            Sin embargo, el prejuicio ha asociado las historias de amor a un tipo de escritura producida por mujeres, que aborda temas de mujeres y que apunta a un público lector femenino. Es cierto que algunas colegas han contribuido a generar esta idea a través de un corpus de historias que podrían ser colocadas bajo el toldo rosa de lo cursi coronado por finales felices con todo y perdices. Pero no es menos cierto que la tradición literaria femenina es tan antigua como lujosa. Sólo por poner un mojón –aunque podríamos ir más atrás aún–, Safo de Mitilene da cuenta de que en el siglo VI a.C. ya había mujeres aportando su talento y su osadía a las bellas letras. Sin subestimar los innumerables obstáculos que las escritoras debieron y debemos atravesar, la historia de la literatura ofrece una larga lista de mujeres que se han dedicado a escribir con calidad sobre cualquier tema. El poder de la palabra es tan fuerte que no resulta extraño que el historiador Georges Duby haya consignado que la verdadera liberación femenina aconteció cuando las mujeres adquirieron de forma más o menos masiva la posibilidad de escribir y publicar sus ideas.  

            Por todo lo dicho, las escritoras hemos intentado quitarnos el lastre del prejuicio, la mal entendida etiqueta de “literatura femenina”, y en algunos casos hemos preferido obviar de manera evidente la referencia al amor. Los hombres, en cambio, no tienen este problema ni incurren en conflicto alguno al momento de crear. Simplemente crean a sabiendas de que la etiqueta “literatura masculina” no caerá sobre el texto para reducirlo a una mínima expresión inaceptable. Los hombres crean y solamente se someten al juicio de la buena o la mala literatura. Nosotras debemos pagar un peaje intermedio. Si es posible, no escribir acerca del amor. Y, si lo hacemos, atravesar los prejuicios y probar de manera contundente que es bueno.

            El título de este libro de relatos de Mayra Santos-Febres, El exilio de los asesinos y otras historias de amor, me resultó inquietante al principio. Me pregunté cómo era posible que la autora se hubiera arriesgado a incluir la palabrita amor. Pero mi inquietud no duró demasiado. El antídoto ya estaba en el propio título. Si acaso alguna sospecha de cursilería, literatura rosa o etiquetas similares podía caer sobre el libro, allí estaban las otras palabras, exilio y asesinos, duras, ásperas, sin concesiones, un contrapeso perfecto. Y, además, estaba la trayectoria de Mayra, una escritora de fuste que es, ante todo, una mujer con mayúscula.

            Sabía que no me iba a defraudar. Y no me defraudó. Fue más allá, incluso, y me sorprendió con una dureza a veces realista, a veces cercana a un naturalismo descarnado que no leía desde algún texto del británico Irvine Welsh y que abreva en la literatura decimonónica con Une charogne de Charles Baudelaire como mascarón de proa de la mejor estética escatológica. Como en estos autores, la crudeza que Mayra Santos-Febres despliega no busca el escándalo gratuito, sino una textura expresiva que bucea en un feísmo controlado, porque intenta mostrar la parte menos noble de las personas y, a la vez, la más humana.

            A lo largo de veinte relatos breves la autora lleva a sus personajes a un territorio subterráneo y desolado, donde casi no existe el refugio de la piedad y cualquier promesa de felicidad parece un imposible. Hay, sin embargo, una ternura solapada que convoca al lector a empatizar con su propia capacidad de ternura, porque lo conecta con sus miserias y sus zonas oscuras. El lector se refleja en esa necesidad de ser entendido y perdonado y, por lo tanto, entiende y perdona.

            Quizá esta capacidad de engendrar empatía sea el signo más notable de este volumen de relatos elaborados a partir de un uso refinado y justo del idioma, sin falsos firuletes retóricos ni esfuerzo poético demasiado ostentoso. Hay un pulso narrativo firme que explora territorios conceptuales, de corte filosófico, pero en ningún momento pierde el hilo de una trama bien construida. Esto habilita una doble lectura, más o menos superficial, y enriquece el valor connotativo del texto.

             Un detalle etimológico nada menor: la escatología suele vincularse en primer término a los excrementos y estos aparecen como motivo literario a lo largo del volumen. Sin embargo, no hay que olvidar que el término griego ἔσχατος (éschatos) significa último, el final de algo. Así lo consigna la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española: “Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba”. Hablar de escatología, por tanto, es hablar de la muerte, la gran provocadora de las acciones humanas, la que hace que la vida sea vida.

            La piedad que Mayra Santos-Febres destila en sus relatos es escatológica porque sus personajes se enfrentan a la muerte y le plantan cara no exentos de miedo, sino desde el coraje de atravesar esos miedos a pesar de todo. Y acaso sea esta la forma más pura del amor.
 
Claudia Amengual

Montevideo, 14 de diciembre de 2015

 

sábado, 12 de diciembre de 2015

Entrevista a Marta Sanz en el suplemento cultural Babelia, de El País, a propósito de su reciente Premio Herralde de Novla que convoca la editorial Anagrama


La Pereza Ediciones felicita hoy a Marta Sanz, por tan completa entrevista en El País. Aquí, el enlace:

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/12/11/babelia/1449836682_702238.HTML

Marta Sanz publicó con nuestra editorial la novela "Amor Fou" hace más de un año. Refiriéndose a la misma,  se expresa en la entrevista:
"Me la pagaron varias editoriales pero nunca me la publicaron. Se titulaba "Amor fou" y me la acabó publicando una editorial de Miami que se llama La Pereza en el año 2014. Cuando crees que un premio te da cierta seguridad, pues no".

"Amor Fou" puede encontrarse en Amazon:
http://www.amazon.com/Amour-Fou-Spanish-Marta-Sanz/dp/0615915213/ref=sr_1_11?ie=UTF8&qid=1449944197&sr=8-11&keywords=Marta+Sanz



viernes, 4 de diciembre de 2015

Fragmento del primer capítulo de una novela magistral, la más reciente de Luis Felipe Lomelí: "Okigbo vs las transnacinales y otras historias de protesta"

Disponible a través del siguiente enlace:
http://www.amazon.com/Okigbo-transnacionales-historias-protesta-Spanish/dp/0692414762/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1449243523&sr=8-1&keywords=Okigbo+vs+las+transnacionales

OKIGBO Y EL CLAN DE CADAQUÉS 

Estaba un día Okigbo haciendo monitos de plastilina en su cubículo, cuando recibió una llamada con marcado y balbuceante acento ibérico.

–¿Míchter Chícharchon Chendache? –preguntó la voz y, luego de las necesarias identificaciones, instó al Dr. Richardson ‘Ndajeé a atender una importantísima reunión que tendría lugar en Cadaqués, Catalunya, dentro de dos meses.

–Vamoch a echtar todoch. Y lo que ahí oirách chelá la declalachón mách impolpante de lach altech pláchticach dechde el manifechto dadaíchta.

Okigbo quedó intrigado. Primero, por lo extraño que se oía la voz de su amigo catalán y, segundo, por lo que sucedería en dicha reunión. Lo primero le fue revelado al momento: su amigo se había puesto un bolígrafo en la boca para “ocultar” su verdadera voz. Lo segundo, habría de esperar dos meses.

Colgó el auricular. Okigbo siguió jugando con su plastilina hasta que le pareció que los monitos estaban lo suficientemente bien esculpidos para llevarlos a su próximo seminario intitulado Forma y representación: de la Venus de Willendorf a las “cuchibarbies” de Medellín y la estética trasvesti. También llevaría, como es de esperarse, un orinal y la rueda de una bicicleta.

Pardeaba la tarde con frío en la universidad desierta a esas horas. Okigbo acomodó los monitos de plastilina en clara alegoría a la danza de Henry Matisse. Los vio un momento. Los contempló con la esperanza de que de pronto comenzaran a moverse, a bailar en círculo al compás de una música norafricana y entonces escalara, por el aire, la risa de los que bailaran tomados de las manos. O, mejor dicho, los vio con la esperanza de que sus monitos de plastilina tuvieran esa magia de los cuadros y esculturas de Matisse que nos hacen sentir que ahí, en la danza, está toda la alegría de la solidaridad al final de la jornada. Imaginó que reían, que el monito azul le hacía una caidita de ojos al monito amarillo, que el monito rojo apretaba con un poco más de fuerza y ternura la mano del monito violeta. Y luego dejó que siguieran bailando, tomó la arpilla con zarzamoras que había llevado al trabajo por si le daba hambre, su diario, y salió a caminar, renqueando, rumbo al río.

Sólo se escuchaba el sonido de las hojas. Todo el pueblo en paz, guarecido del frío dentro de sus casas. O casi todo. Y Okigbo imaginó que los pordioseros de Iowa, que los vagabundos que se habían vuelto locos en las guerras de Corea y Vietnam, le prendían fuego a un bote de basura, se tomaban de las manos y comenzaban a cantar y a bailar en círculos.

Escribió en su diario:

“¿Dónde reside el milagro? Yo puedo imaginar que mis monitos de plastilina ríen, su historia, puedo pasar horas conversando con ellos, puedo imaginar que representan a estos vagabundos que desde que volvieron de la guerra viven aterrados y buscan los recovecos de las calles donde el viento los azote con menos fuerza… pero cómo hacerles sentir a los veteranos que son ellos mismos, cómo hacerle sentir a cualquier persona que es ella misma la que baila: eso es lo que logra Matisse…”

Okigbo llegó al río –casi desierto de patos, pero con un par de ranas– cuando había comido una cuarta parte de sus zarzamoras y los dedos de su mano izquierda, sin guante, estaban helados. Consta en sus escritos que siguió meditando sobre el milagro de la representación, en el misterio que encierran ciertas formas –las formas del arte– que son capaces no sólo de transmitirnos un sentimiento dado sino que, de algún modo, nos sacan de nuestra soledad, de nuestra monotonía y nos vinculan de vuelta con el resto de los seres humanos. “¿Será que”, escribió en su diario luego de observar con detenimiento una rana, “como en el cerebro de estos anfibios, donde se disparan cascadas bioquímicas al ver la imagen de una mosca, en nosotros se despierta algo cuando vemos una obra de arte, como si ya estuviera enhebrado en nuestras redes neurológicas?”

Luego tomó una piedra plana con la intención de arrojarla y hacer, por primera vez en su vida, los populares “patitos”. Pero en eso sintió una mirada y la guardó en el bolso de su abrigo. A unos cuantos pasos, sobre la vera del río, un pordiosero lo observaba con sus harapos ondeando al viento. Okigbo se acercó a él. Le convidó de sus zarzamoras. Dijo:

–¿Cómo es posible que sienta tu mirada?

–¿Qué?

–Sí, sí, sí, ¿cómo es posible que, sin verte, sienta que me miras y vuelva mi rostro? ¿No es increíble? –preguntó Okigbo sonriente, tocando su mano.

–¿Qué? ¡Pinche negro loco hijo de puta! ¡Maricón! –respondió el pordiosero, desde otro razonamiento filosófico, obviamente, y se marchó con la arpilla de zarzamoras.

Ahí se dio la primera revelación, misma que sería sacudida, pero no eliminada, por los descubrimientos en Cadaqués. Okigbo escribió ahí mismo en el río:

“¿Por qué somos capaces de sentir una mirada? Cuan-do estamos en un café, o de pie en la acera esperando el autobús urbano, y alguien nos mira, ¿cómo es posible que sintamos su mirada y entonces volvamos el rostro para encontrar sus ojos? Sentimos la mirada siempre que nos miran, como las ranas, ¿o sólo cuando aquel que nos mira comienza a pensar en nosotros, a imaginarnos, a sentirnos como seres humanos? La mirada, como el arte, es una ruptura que nos saca de nosotros mismos para encontrar al otro.”

Okigbo estornudó (asunto revisable por las manchitas sobre las hojas de su diario). Habría tenido helados los dedos de su mano izquierda y caminó a casa con su piedra que no hizo “patitos”. El diario ya no registra más anotaciones al respecto pero su reflexión continúa en el seminario. Ahí habla de cómo el arte que más nos conmueve no procura esto por su forma estética o por lo bonito que se vea, como la rueda de bicicleta de Duchamp, sino por la ruptura que provoca sobre la monotonía del orden establecido: “igual que una mirada en un café nos saca de nuestra cotidianidad, el arte rompe con lo social para invocar nuestra naturaleza humana”.

Para el Dr. Richardson ‘Ndajeé ése es el nacimiento de las artes plásticas. Y si bien no podemos saber si la autora de la Venus de Willendorf o las mujeres que plasmaron su mirada en las pinturas rupestres de San Ignacio o Altamira buscaban romper con la monotonía, bien podemos estar seguros que eso era lo que motivaba a los impresionistas franceses, a los dadaístas, a los cubistas, etcétera. Indudablemente Van Gogh habrá querido vender alguna de sus obras, pero el hecho de no lograrlo no impidió que siguiera pintando de la misma manera: nunca traicionó su propia mirada para ser aceptado en los círculos comerciales, porque eso sería traicionar su propia vida. “Cada estilo es una mirada; la mirada clara, la que nos sacude, eso es el arte”, dijo Okigbo al final de su seminario en la U. de Iowa.

 Pero luego fue a Cadaqués, previo permiso de la universidad pues aún no tenía su tenure.

Llegó al anochecer. Un muchacho de lentes obscuros pasó por él al aeropuerto de Barcelona. Le dio una peluca. Un juego de ropa. Todo, por suerte, sin estrenar. Y en una curva de la carretera en medio del bosque, le instó a ponérselos mientras él hacía lo mismo con otra peluca y otras prendas. Luego salieron del automóvil y, al momento, un Fiat se detuvo sin apagar la marcha y de éste salió otro muchacho con lentes obscuros y peluca quien, sin saludar, tomó el volante del primer automóvil mientras Okigbo y su anfitrión se introducían en el Fiat y reanudaban su camino.

Cambiaron de carro, de peluca y de ropa, en tres ocasiones más antes de llegar a Cadaqués.

Por supuesto, no se detuvieron frente a la puerta de la residencia (ahora museo), sino a un par de cuadras por la calle de atrás y anduvieron por pasadizos y puertas falsas entre las casas blancas hasta llegar a un túnel que los sacó, bajo la sombra nocturna de los olivos, al huerto trasero de la residencia.

–¿Míchter Chícharchon? –dijo una voz conocida con un bolígrafo en los dientes.

Okigbo inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

El muchacho de gafas obscuras tomó la rama de una ortiga y la levantó para mostrar una escalera que daba a otro pasadizo subterráneo. Entraron. Okigbo observó los pasos cansados de su amigo, la mano temblorosa en el barandal. Imaginó sus bigotes puntiagudos.

Al final de la escalera había un salón lleno de gente que, conforme el Dr. Richarson ‘Ndajeé fue acostumbrándose al resplandor de la bombilla, fue reconociendo. El muchacho de gafas había desaparecido. Su amigo se quitó el bolígrafo de la boca:

–¡Querido Okie!

–¡Maestro! –respondió Okigbo abrazándolo.

–No me digas así, Okie, somos amigos, eres parte de la familia –respondió contento, luego continuó con tristeza–… Y menos pensarás eso cuando sepas por qué te hemos llamado.

Y sí, todos en el salón estaban muy serios; incluso la pareja de su amigo, que siempre había hecho gala de su elegancia, parecía una criatura frágil en extremo.

–Ya estamos todos –dijo su amigo y cada quien se sentó en una de las sillas acomodadas en círculo, sin mesa de por medio–, confiamos en ti, Okie, estamos desesperados, nos obligaron.

–¿Qué?

El anfitrión intentó explicar con calma lo sucedido, pero uno de los presentes lo interrumpió:

–¿Tú crees que yo he querido pintar gordos toda mi puta vida?, ¿y luego decir que no pinto gordos sino que mi búsqueda es el volumen?

–Yo ni siquiera puedo usar colores, todo al carbón. ¡Todo! Es desesperante –añadió otro.

–¡Pero al menos dibujas! –interrumpió un muchachito muy guapo– Yo estoy obligado a hacer cuadros monocromáticos y a decir que utilizo ¡los colores de la tierra!

–¿Y de qué me sirve dibujar?

–Gordos, puros gordos hijueputas.

–¿De qué me sirve?

–¿Preferirías calcar tiras cómicas? ¿Pintar latas de sopa? –gritó histérico otro bajo su peluca plateada y todos comenzaron a hablar a la vez.

–¿Tener que presentarte desnudo en las inauguraciones?

–¡Pero lo disfrutaste!

–Gordos, gordos hijueputas.

–¡Cómo crees que lo iba a disfrutar!

–Seguro lo sufriste menos que yo. ¡Yo estoy condenado a pintar números! ¡Toda mi vida! ¡En la misma posición! –interrumpió otro con acento polaco.

–Eso no está tan mal: ¡yo tengo que trabajar con basura!

–Pero al menos puedes cambiar de posición.

–¿Y el pobre de Piero? ¡A trabajar con mierda! ¡A enlatarla! ¡Su propia mierda! –gritó uno más.

–Gordos hijueputas.

–Marilyn Monroe, ¡qué horror!

–Y quién sabe a qué más lo obligaron a hacer con su propia mierda. Pobre Piero. A punta de pistola.

–Pero cómo… –intentó preguntar Okigbo.

–Y el pobre de Jack que lloraba cada vez que tenía que hacer el ridículo en público aventando pintura contra un lienzo.

–Afiches para el mundial de futbol, ¡a sus años!

La gritería siguió hasta que el anfitrión, con sus ojos chispeantes por encima de los bigotes, llamó al orden. El Dr. Richardson ‘Ndajeé pudo preguntar:

–Pero cómo, ¿quién?

–Ay, Okie –respondió el anfitrión–, piensa un poco: ¿cuánto vale una rueda de bicicleta? ¿Y cuánto vale la rueda de bicicleta de nuestro querido Marcelito?

–¿A qué crees que me refiero cuando hablo de los quince minutos de fama? –dijo el de la peluca plateada.

–¿Por qué crees que los casos más atroces se dieron primero en Italia? Pobre Piero.

–Y después en Nueva York.

–Y luego en Colombia… gordos, hijueputas gordos.

–Y aquí en España… piensa, querido amigo.

Hubo un momento de silencio.

Alguien encendió un cigarrillo.

Otro se comía las uñas.

–Yo pintaba en la calle –comenzó a explicar el que traía una peluca de rastas– vendía mis cuadros a los turistas, luego llegó un señor muy elegante y me pagó mucho dinero por uno y al mes volvió y me dijo que me había organizado una exposición. Era un lugar sofisticado y exclusivo. Yo estaba tan contento –comenzó a sollozar, se calmó un poco–… me fueron diciendo que pintara de tal forma, que esos eran los que se vendían más, ¡y era cierto! Y luego vinieron las subastas y yo vendía muchísimo y estaba feliz y luego apareció el señor muy elegante con un par de gorilas en la puerta de mi taller y… y… y…

Rompió en llanto.

–¿De quién crees que son las casas de subastas, Okie? ¿Para qué crees que sirven?

“Estaba atónito”, escribió el Dr. Richardson ‘Ndajeé en su diario, “observando sus caras de sufrimiento, incrédulo”.

–Por supuesto hemos intentado revelarnos, porque sólo pensar la esperanza nos hace sentir artesanos de la utopía. Pero entre más ridículos somos, más nos aclaman los críticos y ellos tienen más ganancia.

–Y si pasamos el límite, ya te imaginarás.

–Los estudiantes nos imitan, solos se ponen la soga al cuello sin imaginar lo que les espera.

–Gordos hijueputas.

Okigbo salió de Cadaqués casi al amanecer, conducido por otro muchacho con lentes obscuros y peluca, y con la consigna de que, conscientes de que cualquier ataque frontal a la mafia sería fatídico, desarrollara una nueva teoría estética que permitiera sacarla de la jugada (misma que, como sabemos y se presentará en un capítulo posterior de este libro, diligentemente llevó a cabo en su Estética del cariño). Al despedirse, su anfitrión dijo:

–Ve a Siurana, en la Sierra de Prades, es un pueblo muy bonito –luego se volvió a colocar el bolígrafo en los dientes.–Adioch, Míchter Chícharchon.

Okigbo fue a Siurana y le encantó. Dos días después, mientras deambulaba por las ramblas de Barcelona en busca de una papelería para comprar plastilina y postales, se encontró con un joven pintando unas acuarelas muy poco agraciadas: mostraban hombres con redes de pesca, veleros, casitas blancas a la orilla del Mediterráneo. En eso… sintió una mirada: sobre la acera de enfrente un hombre muy elegante los observaba con detenimiento.

Okigbo compró la acuarela de los veleros. Quién sabe, tal vez ese joven se volvería famoso dentro de algunos años y con el dinero del cuadro podría pagarle los estudios a su sobrino Lincoln.