martes, 22 de septiembre de 2015

La eternidad de Carmen Balcells

Con la enorme tristeza por no haberla conocido en persona, con la gran tristeza de saber que murió una de las mujeres más grandes de la historia literaria moderna; para mí, el modelo de mujer que quiero seguir en la vida.
Hoy más que nunca siento el humilde compromiso de no dejar de aportar mi granito de arena a favor de la literatura. Porque a Carmen Balcells también La Pereza Ediciones le agradece la confianza de tres contratos firmados. Porque desde Hoy, Carmen, sé que nosotras nos conocimos en una dimensión especial desde la que me consta, guiarás nuestros pasos siempre, como siempre existirá el libro, el arte, la vida.
Greity González Rivera
Director Editorial
La Pereza Ediciones, Corp


Enlace a uno de los mejores artículos que han salido, en El País:
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/01/13/actualidad/1326476911_802659.html

viernes, 18 de septiembre de 2015

"Hanging dog", un cuento de Claudia Amengual

Uno de los relatos de Claudia Amengual, publicados en "El rap de la morgue y otros cuentos" por La Pereza Ediciones, íntegro.
Disponible en Amazon:


http://www.amazon.com/rap-morgue-otros-cuentos-Spanish/dp/0615900887/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1442598895&sr=8-1&keywords=Claudia+Amengual


Hanging dog

 

El perro voló por encima de los techos. Oímos el tornado que se aproximaba como un tren descontrolado y nos refugiamos bajo una de las mesas. Luego, un quejido en el jardín, seguido por un silencio. Apenas tuvimos tiempo de ir hasta la ventana para verlo desaparecer tras la chimenea del vecino. Pataleaba y parecía nadar en el aire, pero su expresión era serena, como quien compra un boleto para la montaña rusa y espera que lo vengan a rescatar de su carro atascado en la altura. No sé si tiene sentido hablar de confianza en los perros, pero diría que el perro confiaba. O quizá no entendía la gravedad de la situación. Volaba como una bolsa peluda que el viento hubiera levantado de cualquier basural y ahora zarandeara entre las ramas de los árboles. 

Había alerta meteorológica. Alerta roja, para más precisión. Abarcaba el sur del país. Radio y televisión no dejaban de repetir las indicaciones típicas en estas emergencias: si era posible, quedarse bajo techo, asegurar puertas y ventanas, guardar objetos que pudieran transformarse en proyectiles, poner a resguardo los animales. Hicimos todo menos lo último y el perro se voló.

Como cada vez que se anunciaba tormenta, había pasado todo el día aullando y rascando las paredes para que lo dejáramos entrar. Pero no le hice caso. Estaba harto de las manchas en la alfombra y los muebles mordidos. Para algo le habíamos comprado una casilla tan confortable que más de un cristiano hubiera agradecido tener por techo. Al perro no le bastaba. Quería entrar, vivir entre nosotros, ser parte de la familia o lo que fuéramos. Si se lo hubiéramos permitido habría comido en la mesa y dormido en la cama.

Alan había querido comprarlo. Fue un impulso; nunca antes había manifestado el deseo de tener un perro. Un año atrás nos habíamos ido a vivir juntos y habíamos discutido los términos de la convivencia, pero nunca hablamos de mascotas. El perro no estaba en nuestros planes y lo tomé como un capricho al que accedí porque Alan se comprometió a hacerse cargo del animal y prometió que yo ni siquiera notaría su presencia.

Desde el principio tuvimos claro que era un perro. Y como tal lo tratábamos. Nos asegurábamos de que recibiera comida y agua fresca. Alan le permitía entrar cuando yo no estaba, pero apenas oía mi llave en la cerradura, lo hacía salir. Esas veces casi siempre discutíamos porque era seguro que el perro hubiera roto algo. Yo no le hacía más que una caricia cada tanto, cuando salía a tender la ropa o a regar las plantas, pero la verdad era que lo detestaba. Desde su llegada, se había instalado en la casa algo parecido a la rutina. Todavía no con el tedio insoportable de las rutinas repetidas por años, aunque yo intuía que el germen ya estaba allí. Y había empezado con el perro.

Por eso no puedo asegurar si el día de la tormenta, cuando lo vimos volar por encima de los techos, fue un olvido o un acto de pura maldad. Mía, claro está. Alan no había vuelto de trabajar y debió confiar en que yo ya habría tomado las medidas de seguridad. Y lo hice. Salvo por el perro. Era suyo y debió encargarse de ponerlo a salvo. No iba a aceptar quejas.

De hecho, me resultaba divertido. Ahora podríamos contar durante años cómo habíamos visto volar al perro y la gente repetiría la historia agregando quizá algún detalle suculento, que ladraba desesperado, que intentamos trepar al techo para alcanzarlo, que nos arrancamos los pelos y lloramos de impotencia. Pero nada fue así. Solo nos quedamos viéndolo alejarse recortado como una mancha clara contra el fondo de nubes negras. Y al cabo de unos segundos, desapareció.

Alan me miró y en su cara leí la pregunta. ¿Qué vamos a hacer ahora? Le di la espalda y busqué la juguera. Estaba a la vista, pero, de todos modos, la busqué. Tomé unas naranjas, las abrí por la mitad y las eché en el recipiente. Luego unos cubos de hielo, azúcar y un chorro de vodka. El ruido de la máquina tapó el del viento. Lo sentí como una tregua y la hubiera dejado más rato si Alan no la hubiera desenchufado de mala manera. Vertí el líquido en dos vasos largos y le extendí uno. Alan se mojó los labios y apoyó el vaso en la mesada. Volvió a inquirirme como si aquello fuera mi culpa. Tenemos que ir a buscarlo, dijo.

Lo detuve cuando ya se calzaba las botas y tomaba el abrigo. No vas a salir con esta tormenta, ordené. Me miró con desprecio y se agachó para anudarse los cordones. Afuera todo cimbraba como si el mundo se hubiera transformado en una vara a punto de quebrarse. El ulular del viento asustaba. Alan intentó abrir la puerta, pero no pudo. Una fuerza invisible empujaba desde afuera. Insistió con las dos manos y me pidió una ayuda que no le di. Solo después de unos segundos de forcejeo inútil se dio cuenta de que la violencia de la tormenta lo superaba. Me alivió ver que cedía. De todos modos,  el perro ya estaría muerto.

Esa noche lo intenté dos veces, pero Alan me rechazó. Hice lo que tanto le gustaba, esto es, coloqué mi mano entre sus muslos y la fui subiendo poco a poco arañándolos con suavidad hasta encontrar su sexo que siempre me recibía. Esa vez fue diferente. Me incliné sobre su hombro y le lamí el cuello hasta llegar a la oreja, mordisqueé el lóbulo y le metí la lengua. Eso lo hubiera enloquecido en otro momento, pero no esa noche. Se enderezó un poco para acomodarse y quitarme de encima. No necesité preguntarle si estaba enojado. Me dormí enseguida, pero me desperté varias veces. Alan no pegó un ojo y no cesó de moverse. Daba vuelta la almohada, cambiaba de posición, iba al baño y volvía.

***

Al amanecer lo encontré en un sueño profundo, como quien toma una siesta después de un gran almuerzo. Era sábado y hubiera podido quedarme hasta tarde remoloneando. Pero no. Me incomodaba compartir la cama con el rencor de Alan que se olía como un sudor pegado a las sábanas. Necesitaba ducharme y eso hice. Por el ventanuco del baño entraba el sol, la paz después de la tormenta. Me vestí de prisa, tomé una manzana de la heladera y salí a evaluar los estragos de la noche.

La calle estaba desierta salvo por dos gatos que mordisqueaban algo junto a la cerca. Un nido, según vi después. Menudo festín se habrán dado, pensé. El contenedor de basura estaba dado vuelta justo en el centro de la calle y un hilito de humo salía por un borde semiabierto. El cerco del vecino estaba tumbado y, sobre él, yacía la reja del portón arrancada de cuajo. No había rastro de la lluvia que había durado bastante menos que el viento, pero estaba claro que también el agua había hecho sus daños en los carteles, en los canteros de flores ahora convertidos en lodazales yermos.

Había salido a buscar al perro, pero la vista de tanto estropicio me había hecho olvidar el propósito inicial y solo cuando lo vi recordé por qué estaba deambulando por la calle un sábado a las seis de la mañana. El viento lo había transportado a unos cien metros de la casa. Imaginé lo que habría sido aquel viaje suspendido en el aire, entreverado en un remolino de trozos de metal y madera, alzado como una pluma y vapuleado hacia aquí y hacia allá hasta toparse con el árbol.  Ya no parecía una bolsa de papas, sino un trapo, un trapo sucio, un gran trapo que alguien hubiera tendido al sol. Una línea de alta tensión pasaba muy cerca y supuse que también habría recibido alguna descarga. Las cuatro patas colgaban a un lado y otro de la rama en un delicado balance. Estaba a unos cinco o seis metros de altura, con la cara vuelta hacia mí, las cuencas de los ojos vacías. Pensé que habrían estallado con el golpe de la corriente y tuve el estúpido reflejo de buscar los globos por el piso, como quien ha perdido un par de canicas. La lengua salía y se veían los dientes en una mueca que podía ser de ira o de dolor. El tronco y las ramas estaban cubiertos por gruesas espinas, un raro árbol que daba unas flores como orquídeas en verano, y unos copos de algo parecido a algodón en invierno. 

El espectáculo era desagradable. No sentí pena, pero sí asco, un deseo vehemente, de que alguien retirara de inmediato esa inmundicia de allí. No quería que Alan lo viera y tampoco quería verlo yo. Busqué rastros de sangre, pero solo había unas manchas oscuras cerca del abdomen y un líquido grisáceo pegoteado a la piel. Los ojos vacíos parecían mirarme y me reprochaban mi falta de prevención. Maldito perro, pensé. Vas a joderme hasta muerto. Tuve una náusea y tiré lejos la manzana que rodó por la calle hasta que se la tragó una alcantarilla.

Alan ya estaba levantado cuando regresé. Vamos a la cama, le dije, esta vez no como invitación, sino porque estar levantados nos obligaba a decir algo, a preguntar y a responder lo que yo no quería. En cambio, estaba seguro de que si nos metíamos en la cama el sueño iba a vencernos pronto y no habría necesidad de inventar una historia. ¿Encontraste al perro?, preguntó. Mentí que no, que probablemente estuviera escondido en alguna parte, asustado, que ya encontraría el camino, no había que preocuparse por eso. Al momento sentí que algo cambiaba. Ya teníamos nuestra primera gran mentira.

Alan dijo que saldría a buscarlo y me ofrecí a ir con él solo con la intención de desviarlo hacia el lado opuesto. Insistió en caminar hacia donde habíamos visto desaparecer el perro, pero a esa altura el contenedor ardía en mitad de la calle y la humareda impedía ir en esa dirección. El olor de la basura quemada pronto se expandió y algunos vecinos se asomaron. Déjalo, le dije y tironeé de su brazo. Ya se encargarán ellos. Lo abracé y echamos a andar.

Ahí van los putos, dirían los vecinos. Podía oír su murmullo a nuestras espaldas. ¿Y qué? Hacía tiempo que había dejado de importarme. Las personas fingen urbanidad, modales, incluso educación hasta que los pones a prueba. No tengo nada con los homosexuales, se apresurarán a aclarar en cualquier reunión, pero no los quiero en la casa de al lado. Alguno esgrimirá el patético argumento de que incluso tiene un amigo homosexual, como si estuviera haciendo una gran concesión a sus valores, un gesto de tolerancia hacia la humanidad torcida. Pero yo no quiero que me toleren. Quiero que me respeten, carajo. Y, si no pueden con su mojigatería, que me ignoren. Lo mismo hago yo con ellos.

También por eso me gustaba dejarlos con el asunto del contenedor en llamas y el condenado perro. Ya vendría alguno a reclamar que lo sacáramos de la vista, pero hasta entonces sus tiernos ojitos no tendrían más remedio que enfrentarse al horror de la muerte, una muerte tan absurda, un perro sin ojos clavado en la rama alta de un árbol. Podía oír al gringo de la esquina gritando escandalizado. There´s a dog hanging from the tree… Y los demás chapuceando su mal inglés, respondiendo cualquier barrabasada solo para mostrarle al gringo que habían entendido, que ellos también estaban atónitos,  no fuera a pensar que eran unos bárbaros, que en estas latitudes también es terrible un hanging dog y que habría que responsabilizar a alguien. A nosotros, claro. Después de todo, el hanging dog era nuestro. De Alan, pero a los ojos de esa chusma, también mío. Apuré el paso y comenté cualquier cosa solo para tapar el sonido de las voces. Alan iba tan abatido que no se enteró del jaleo.

Yo no pensaba bajar al perro. Que lo hicieran ellos o llamaran a los bomberos. ¡Pobres bomberos! Los destrozos del tornado los tendrían corriendo de aquí para allá sin dar abasto, sacando gente de los ascensores, desobstruyendo desagües, acondicionando los refugios. Dudo que hubiera personal disponible para venir a bajar un perro muerto. Podría estar allí por días, incluso semanas, pudriéndose a la vista de todos. Y si alguno se molestaba, que se fuera al infierno.

Mientras Alan y yo nos alejábamos, la idea comenzó a fraguar en mi mente y a cada paso, más bella me iba pareciendo. Un perro que se pudría en un árbol, el olor que se iba metiendo en las casas y aquella caterva de inútiles sin saber qué hacer, intentando cargarle el fardo a otro, echando a suertes a quién le tocaba bajar el perro. Oí que alguien nos llamaba y le apreté el brazo a Alan para que no se diera vuelta. Volvieron a llamarnos, esta vez con un grito destemplado. Nosotros, como si nada. Solo había que aguzar un poco el oído y esperar unos segundos. Maricones de mierda, gritó alguien. Alan me miró y me sonrió por primera vez esa mañana. Aquel insulto era como un santo y seña. Seguimos la marcha sin mirar atrás.

***

Alan nunca vio a su perro colgado del árbol. Un día después el cuerpo ya no estaba. Supongo que el viento acabó por derribarlo y se lo llevó el camión de la basura. Tampoco me molesté en preguntar. Los vecinos nos detestaban y prefería no saber a humillarme tocando a su puerta. Al final, el aislamiento resultaría ventajoso porque nadie haría comentarios a Alan y él jamás se enteraría de los hechos.

No mencionó la posibilidad de comprar otro y yo se lo agradecí. Pero a partir de entonces se volvió distante, ensimismado, como si me culpara por algo y le molestara estar en la casa a solas conmigo. O quizá confundido, intentando acostumbrarse a la falta del perro que era como acostumbrarse a un cambio en la rutina. No siempre la rutina mata la pareja. A veces la sostiene y son los cambios los que terminan por provocar la ruptura. Eso creo.  

Lo único que yo quería era que los dos viviéramos tranquilos. Para eso habíamos luchado tanto. Para eso yo me había ido de casa dando un portazo después de que mis padres me dijeron que antes que un hijo homosexual preferían a un hijo muerto. Para eso Alan había abandonado a su familia, su linda mujer y sus lindas niñas que algún día tendrían que saber la verdad sobre el padre. Para eso habíamos cambiado de ciudad y de trabajo. En mi caso, mucho más que un trabajo, una carrera política cuyo límite era el mismo cielo. Y yo la había dejado convencido de que no iba a aguantar más hipocresía, que ya bastante había sufrido montando mentiras sobre mentiras, y más mentiras para sostener las mentiras anteriores. Mentir agotaba. Incluso para un político. Amaba a Alan y eso era suficiente, pero había que pagar un precio. Para ser felices habíamos renunciado a todo. No iba a dejar que un estúpido perro lo arruinara.

Alan compró dos portarretratos y puso las fotos de las hijas en su mesa de luz. No me molestó. No demasiado, hasta que una noche me dijo hasta mañana sin un beso, giró y se puso de costado hacia la pared. Supuse que iba a dormir, pero no. Quería mirar a las niñas. Mirarlas de un modo en el que yo no participara, como si al darme la espalda me dejara fuera de su mundo. Un mundo que quizá empezaba a añorar.

Eso se repitió varias noches hasta que no aguanté y le pregunté si quería volver. Las echo de menos, me dijo al borde del llanto. ¿Y a ella?, pregunté con miedo. Echo de menos a las niñas, respondió y estiró el brazo para tocarme, pero yo ya me había puesto lejos de su alcance. Quiero estar contigo y con ellas, me dijo por fin. Quiero estar en las dos casas o que todos vivamos juntos. Eso es imposible, Alan, ¿cómo vamos a vivir todos juntos? No lo sé, no lo sé, pero es lo que quiero. Si estoy con ellas, voy a extrañarte a ti. Y ahora que no las tengo, solo pienso en ellas.

Fueron días de poco hablar. El silencio fue tomando la casa como un cáncer que se expande a partir de un pequeño tumor. Alan se quedaba en la fábrica hasta tarde y volvía al anochecer. Decía que era buen ejemplo para los empleados ver al dueño esforzarse. A mí me parecía una exageración, pero él agregaba que eso también le permitía controlarlos. El ojo del amo…, me repetía cuando lo increpaba por este súbito cambio y yo le hacía un gesto brusco para que no continuara. Siempre he odiado la sabiduría popular, los refranes, los lugares comunes. Una vulgaridad. 

Yo trabajaba en la casa y me encargaba de mantenerla, lo que no era difícil porque tanto Alan como yo siempre hemos sido de lo más pulcros. Escribía columnas políticas para un diario y firmaba con seudónimo. La paga era buena, buenísima y el seudónimo me permitía despacharme contra quien quisiera, incluso contra quienes habían sido mis correligionarios. Los mismos hipócritas que me habían dado la espalda y que se rasgaban las camisas cuando oían mi nombre, aunque más de uno llevaba una existencia doble y asquerosamente promiscua. A esos les caía con todo, más incluso que a los de la oposición. Los conocía por dentro y sabía de qué mierda estaban hechos.

Entonces fue cuando Alan comenzó a llegar cada vez más tarde. A veces me encontraba dormido sobre la cena. Otras estaba tan agotado que se iba directo a la cama y encendía la televisión hasta caer rendido. El sexo que nos había llevado tantas veces hasta una plenitud inusitada, ese sexo sin el que nuestro amor no se entendía, ese sexo ya no existía. Pensé que lo mejor sería no presionarlo. Que era una crisis lógica y que pronto iba a pasar. Una noche Alan no volvió a dormir.

Estuve hasta media madrugada llamando a su móvil. Después intenté en las comisarías y en los hospitales. Amanecía cuando me vestí para salir a buscarlo. Y entonces lo vi. Avanzaba por la calle como un penitente. Traía la camisa salida y la chaqueta en la mano. No era un hombre que venía de una noche de juerga. Era un hombre vencido, un hombre con pies de cemento. Esperé que llegara al jardín. No intentó disimular ni mentir. Alan, le dije. ¿Dónde estabas? Me puso una mano en el hombro. Una mano fuerte, viril, una mano pesada, mucho más pesada que la mano que solía acariciarme. No dijo nada y entró.

Olfateé la chaqueta que había dejado en el sillón. Olía a comida. Fui al dormitorio donde ya se había desnudado y metido a la cama. Fingía dormir. Alan, le dije, pero no me respondió y yo no tuve fuerzas para insistir. Me acosté a su lado y así nos encontró la tarde.

Nos quedamos quietos durante un tiempo impreciso, quizá horas, sin hablar, sin hacernos preguntas, solo esperando que algo viniera a romper la tristeza. Afuera la luz se apagaba y el cuarto se llenó de una penumbra amarillenta. Una libélula revoloteaba junto al cristal de la ventana. El zumbido de su aleteo era un alivio en medio de aquel silencio. Alan, tengo miedo, susurré, por fin. Giró hacia mí y me tomó la mano. Alan, le dije, Alan, mi amor… A través de la casi oscuridad sus ojos me buscaban. Me tocó la cara y pasó un dedo por mi boca. Lo mordí con dulzura. Alan, querido… ¿qué pasa? Lo oí sollozar como si tuviera cinco años y alguien le hubiera robado su juguete preferido. El perro, dijo entre hipos, mi perro… Lo acaricié y, por primera vez en semanas me acerqué hasta quedar pegado a su cuerpo. También olía a comida. A comida casera, comida de hogar, del otro hogar. Alan, querido, le dije mientras lo besaba en los ojos, en las mejillas húmedas, en los labios, Alan, mi amor, no llores, por favor, mañana, mi vida, te pido por favor que no llores, mañana… Iba a prometer algo, pero no me dejó terminar. 

Claudia Amengual

 

 

 

 

jueves, 10 de septiembre de 2015

Fragmento de "Temporada de celo", uno de los cuentos de Guillermo Corral publicados en "Mientras crece el bosque"


TEMPORADA DE CELO
 
 
Enlace al libro en Amazon:


Sólo llevamos dos días en la casa cuando aparece Matt Kowalski. Por todas partes hay cajas de cartón recién abiertas y por el suelo pilas de libros, de ropa, de platos y en general de todas las innumerables e innecesarias cosas que uno posee sin saberlo y que va arrastrando detrás de sí por el mundo. Es la época que llaman aquí el verano indio y el aire parece pegarse a la piel, no paro de sudar mientras muevo cajas de un lado a otro. El timbre suena y hago como si no lo hubiera oído, aunque sé muy bien que Alex está metido en el estudio y no contestará, así que cuando vuelven a insistir no me queda más remedio que secarme las manos húmedas en los vaqueros, alisarme el pelo por encima y bajar a abrir.

Al abrir me lo encuentro plantado frente a la puerta, sonríe enseñando mucho los dientes, y me da la impresión de que ha estado ensayando. No puedo verle bien los ojos porque lleva unas gafas de sol, de esas de color verdoso que estuvieron de moda en los ochenta, pero me fijo en la barba canosa, muy recortada y en el pelo blanco. Debe tener cincuenta y muchos, quizás incluso sesenta, pero va vestido con pantalón corto, zapatillas y una sudadera gris. En la cabeza lleva una gorra azul en la que pone en grandes letras blancas “NAVY SEALS”.

“Hola, bienvenidos, soy Matt,” dice extendiéndome la mano, “Matt Kowalski, de la casa de al lado”. Mientras le estrecho la mano hay algo en la manera en la que mira para abajo y en cómo mantiene la sonrisa forzada que me hace pensar que preferiría cien veces estar hablando con Alex, así que para fastidiarle sonrío también todo lo que puedo y le contesto: “Gracias, gracias, yo soy Jude, mi marido no puede bajar ahora, está montando muebles, ya sabes”. Por un momento se queda callado, pero enseguida se resigna, y se pone a soltarme el discurso que trae preparado, trabaja en defensa, dice, y me choca que no diga soy militar, o estoy en el ejército, sino que use exactamente esas palabras: “trabajo en defensa,” como queriendo que queden flotando en el aire, sugiriendo algo, quizás dándose importancia o quizás no. Lleva casi treinta años aquí y ha visto el barrio formarse, “un barrio estupendo, gente estupenda todos”, “por cierto, ¿de dónde son ustedes?”, pregunta, “seguro que estarán encantados aquí, todos muy buenos vecinos, un ambiente fenomenal”. “¿Son católicos?”, “él sí”, subraya enseguida, “muy católico”, hay una iglesia fantástica aquí al lado en la que estarán felices de recibirnos. “Claro, claro”, contesto mintiendo descaradamente, “cualquier día, por qué no, muchísimas gracias, sí, por supuesto le diré a Alex que ha pasado a saludar, le encantará conocerle, seguro que sí.”

Pasan unas semanas y sin quererlo, un poco como el cerco que deja una mancha de agua al secarse, va apareciendo el dibujo de la que será nuestra vida aquí. Todos los días hago el esfuerzo de levantarme con Alex, nos sentamos junto al ventanal de la cocina y vemos cómo van despoblándose los árboles, cada día el recuerdo del verano más lejos, cada día más cerca del frío. Sé enseguida cuando Alex quiere sexo, ha aprendido y ya no lo pide con esa brusquedad infantil que tenía al principio. Lo noto en la forma en que deja el café en cualquier sitio, y desliza su mano por mis hombros, suavemente, como dándome un masaje. Baja por mi brazo, me agarra la mano y después recorre mis muslos de afuera adentro. No dice nada, pero tampoco me escucha, como si en su cabeza sonara una música que yo no oigo. Cuando me siento generosa le cojo de la mano y lo llevo tras de mí de vuelta a la habitación. Me gusta recorrer el pasillo iluminado por el sol de la mañana, así de la mano, como si fuéramos niños jugando. A veces le dejo entrar dentro de mí. La capacidad de excitarme parece haberme abandonado hace mucho, pero no me importa demasiado, me gusta tener a Alex muy cerca, oler su olor a tostada y a café, y quedarme muy quieta apretada, mientras se pega a mí. Otras veces, prefiero que no me toque, y le pido que se quede de pie mientras le masturbo despacio, mirándole en silencio, dejando que el tiempo pase de largo.

Cuando Alex se marcha, me quedo mirando mientras su coche desaparece calle abajo. Todavía me resulta extraña la sensación de tener todo el día para mí, tan nueva, tan distinta de nuestra vida anterior, y suelo deambular por la casa vacía, sin saber muy bien para qué, pongo la radio, limpio los platos, me hago otro café. Como un chicle en la boca, voy estirando el tiempo, dándole vueltas de un lado a otro, disfrutando su sabor casi desconocido.

Antes o después acabo sentada en mi mesa. Finalmente he instalado mi despacho en la habitación de la esquina, porque es la más tranquila y la más luminosa de la casa, pero también porque desde sus dos ventanas controlo mi pequeño mundo, a la izquierda la casa de Matt Kowalsky, medio oculta entre los abetos, a la derecha la de Samuel y Hellen Goldstein, mis vecinos abogados, con su falsas columnas coloniales, un poco más adelante en la curva de la carretera la de la vieja señora de Virginia de toda la vida, Molly, Dolly, o cómo se llame.

Es extraño sin embargo, todo ese tiempo por el que antes suspiraba, ahora parece aplastarme, dejándome sin fuerzas, sin pulso. Todas esas palabras que parecían fluir imparables en mi cabeza, listas para escribir, se han secado de repente. Cada día, puedo sentirlas en la punta de la lengua, tensas como un gatillo a punto de disparar, preparadas para hundirse como un cuchillo en la realidad, cortantes pero a la vez brillantes, hermosas y precisas. Cuando entrecierro los ojos, puedo verlas flotando, conformando el poema perfecto, el que dirá exactamente lo que quiero y será triste y alegre, emocionante e inolvidable, todo a la vez. Pero basta que abra los ojos y mire al teclado para que se esfumen y sólo quedemos yo y la pantalla, con su parpadeo insoportable.

Me digo que no pasa nada, que es normal, que, no aunque no pueda verlo, el libro está creciendo dentro de mí. Como una fruta en invierno o como un bebé que ya llevas dentro pero que aún no se mueve. Pienso que lo único que tengo que hacer es seguir allí sentada día tras día, no dejarlo y aguantar, porque antes o después llegará el momento adecuado.

Ni siquiera me he atrevido a sacar mis libros. Los dejo allí en el garaje, encerrados en sus cajas de cartón ya húmedas, quizás pudriéndose. No quiero que sus palabras me contaminen, me distraigan, me enreden como tantas otras veces. No, sólo hay que esperar, dejarse llevar, dejar que el tiempo me atraviese como una corriente de aire. Entretanto, no hay mucho que hacer, así que pongo música, y miro por mi ventana, observo y me divierto jugando a La ventana indiscreta.

Lo bueno es que mirando se aprende. Al principio tengo la impresión de vivir en el decorado de una de esas películas postapocalítpicas en las que un ataque nuclear o un virus mutante han acabado con el noventa por ciento de la población del planeta. Miras y no ves nada, las casas de mis vecinos, las ramas de los árboles que se mecen al viento, si hay suerte un par de ardillas aventurándose sobre el césped. Pero en realidad sólo es cuestión de tener paciencia, algo que me sobra en este momento. Poco a poco empiezas a percibir los ritmos ocultos que no habías detectado a primera vista: la chica que pasa haciendo footing todos los días a las once, el cartero con su furgoneta enana y algo ridícula, el jubilado que pasea al perro. Basta mirar para que emerja una imagen, quizás más sutil, más delicada que las que has conocido en otras partes, pero igualmente viva y misteriosa.

Sí, mirando se aprende mucho. Aprendes por ejemplo que Samuel y Hellen son workaholics, que salen muy temprano con los niños todavía medio dormidos y no regresan hasta que se ha hecho de noche, ella primero en el BMW, él más tarde en el Gran Cherokee, justo a tiempo para acostar a los niños y relevar a la niñera salvadoreña. Aprendes que deben pasarse la vida comprando porque es raro el día en que no para en su puerta la camioneta de UPS o el repartidor de Whole Foods. Aprendes también que Matt Kowalski va y viene muchas veces al día, a menudo cargado de bultos y paquetes grandes y sin saber por qué das por hecho que será aficionado al bricolage, a la jardinería, a la mecánica, que en su garaje tendrá todo tipo de herramientas y que se quedará hasta tarde arreglando una lámpara, montando estanterías y cosas así. Y te preguntas qué clase de trabajo es ese que tiene en asuntos de defensa que le permite tanta flexibilidad, o que le obliga a salir cuando ya ha caído la noche, y detrás de las ventanas se intuyen las familias cenando, y los televisores encendidos.

Un día descubres también que Matt no vive sólo. La ves de repente pegada a la ventana, arropada en una bata azul, con el pelo blanco y la mirada perdida. Asumes por supuesto que es su mujer, que debe de estar enferma, o tener un problema de movilidad, quizás algún tipo de dificultad en las piernas, o quizás sencillamente esté deprimida. Otro día aprendes que todavía hay alguien más, una chica joven, que baja dando saltitos a dejar la basura. Y cuando regresa a la casa subiendo el caminillo en el que Kowalski ha colocado una especie de farol de piedra falsa que debe haber comprado por catálogo, te fijas mejor y ves que, la chica es asiática, y deduces que debe de ser la cuidadora de la mujer. Y entonces todo adquiere sentido, la mujer está muy enferma, y la chica seguramente llegue muy pronto, posiblemente cuando todavía estás en la cama, oyendo la alarma del móvil y dándole al botón que dice retrasar. Mientras que Matt es un marido devoto que regresa en medio de la jornada para ver cómo está su mujer, y por las noches lleva a la asiática de vuelta a su casa, donde quiera que esté. Se aprende mucho mirando.

 

 

“¿Queréis oír mi teoría?”, dice Sam echándose para atrás en la silla, un brazo sobre el respaldo, mientras levanta su copa de vino con la izquierda. “¿Queréis oírla?”, repite, haciendo una pausa para dejar bien clara la importancia del momento. Se está bien en el salón de los Goldstein, todos hemos bebido bastante y ya sentimos ese punto de ligereza que da el vino, sobre todo cuando es tan bueno como el Pinot Noir de Sam, así que Alex y yo contestamos a la vez: “Sí Sam, venga, cuenta, cuenta”. Y según lo digo, reparo en que Helen no ha abierto la boca y que probablemente preferiría que él no hubiera dicho nada. Sin duda ella ya le ha oído mil veces y sabe que lo que va a decir, sería mejor callárselo, olvidarse del tema y seguir riéndonos de cualquier otra cosa. Pero ya es demasiado tarde, Sam ha dicho lo que ha dicho y ya no se pueden borrar las palabras, además, se nota que está disfrutando con la expectativa que ha creado, por lo que no le presta la menor atención a su mujer, y anuncia solemne: “Pues, mi teoría, mi idea, es que él lo mató, vaya, que Matt se lo cargó, así de sencillo y por eso ella intentó suicidarse”. Hace una pausa brevísima y prosigue: “No os olvidéis que él estuvo en uno de esos cuerpos de operaciones especiales, así que experiencia no le falta, y además esos se ayudan entre ellos. El chaval debía ser un pringado y por eso la noticia no ha salido en ningún sitio. Lo habrán tirado en lo más profundo de un bosque y estará ahí pudriéndose, ya veréis como no vuelve a aparecer”.

Y todos nos quedamos callados, y nadie dice “qué locura”, o “pero ¿qué dices?”, ni siquiera nos reímos. A lo mejor porque en el curso de la cena nos hemos enterado de muchas cosas, cosas que imaginábamos y otras de las que no teníamos ni idea. Los Goldstein se mudaron aquí desde Boston hace unos nueve años, cuando Matt y su mujer llevaban ya más de veinte en el barrio. Nunca han tenido problemas con ellos pero tampoco dirían que son amigos, de hecho, nunca les han invitado a su casa. Pero casi diez años dan para bastante, han visto cosas y han oído otras, sin hacer nada, simplemente han ido hilando lo que les ha llegado, es inevitable. Matt Kowalski trabaja en efecto en temas de inteligencia militar, “es de la CIA, eso está clarísimo”, ha dicho Helen riéndose. Cuando llegaron al vecindario, Matt todavía viajaba mucho, aunque nunca decía adónde, viajes repentinos, a veces una semana, otras un mes entero, “Te dabas cuenta enseguida porque bastaba que él no estuviera para que Therese, su mujer, saliera al jardín y se pusiera a cortar las flores y a plantar, y estaba claro que de alguna manera disfrutaba de las ausencias de su marido. Aunque si le preguntabas dónde estaba Matt, te respondía con evasivas, ya sabes, de trabajo, no debería tardar mucho, por lo menos esta vez no. Y de pronto, un día, todavía en su primer año aquí, Matt no volvió sólo”.

Tardaron un poco en enterarse, ha continuado su relato Helen, porque “como habréis notado, Matt siempre ha sido un poco secretista”, pero a la semana o así, Therese llamó a la puerta y cuando abrieron allí estaba también Lily, todavía una niña. “Viene de Corea”, les dijo Therese, “y se va a quedar con nosotros”. Cuando lo dijo realmente parecía feliz, y Lily era una monada, muy tímida, pero aparentemente contenta, así que los Goldstein se alegraron de que Matt y Threrese por fin hubieran conseguido ser padres. Y bueno sí, puede que Matt hubiera utilizado sus contactos y su trabajo, para acelerar la adopción, “Pero no es que eso importara mucho, ¿no?, pensamos que la niña estaría bien con ellos, al fin y al cabo esto es América...”. “Hasta nos pareció que era muy bonito que Matt le hubiera hecho ese regalo a Therese, es decir siempre habíamos tenido la impresión de que ella estaba un poco relegada, que eran un matrimonio muy a la antigua, pero fíjate a lo mejor lo que pasaba todo ese tiempo es que Therese estaba triste por este tema, y Matt, bueno, pues había cruzado el mundo y había regresado con lo que más podía querer Therese, si lo piensas era todo bastante romántico, un poco como un cuento...”

“Pero no salió tan bien”, Helen no ha parado de hablar ni un momento, con esa forma tan suya de mirarte con los ojos muy abiertos y mostrar las palmas de las manos cada vez que termina una frase, como si dijera: así fue y así te lo estoy contando, no hay más. Sam se ha limitado a asentir cada pocos segundos, apoyando las palabras de su mujer. “No, no salió cómo esperábamos. La niña era especial, eso lo vimos enseguida. No era como los demás niños que enseguida están corriendo y gritando por ahí. Ella era muy callada, muy tímida. En verano se sentaba allí afuera con su cuaderno y podía pasarse medio día sin moverse del sitio, y si te acercabas siempre la veías como ida, mirando algo muy fijamente, observando, sólo que cuando intentabas averiguar qué era lo que miraba tanto te dabas cuenta que eran cosas absurdas como un árbol o el asfalto. En serio, una vez se pasó toda la tarde pintando con ceras y cuando saqué la basura le pedí si podía ver lo que había pintado, y me enseñó una hoja cubierta de arriba abajo de gris, y cuando le pregunte qué era, me dijo: “¿estás ciega?, es la calle.”

“Aunque en realidad tampoco nos extrañó que fuera un poco rara. Ya era mayor cuando llegó y vete a saber las experiencias que habría tenido allí en China.”

“En Corea, es de Corea”, ha puntualizado Sam por primera vez, “Bueno lo que sea, quiero decir que siempre lees por ahí que estos niños tienen traumas y esas cosas. Pero tampoco es que fuera agresiva ni nada de eso, sólo que hablaba poco y parecía estar siempre en otro sitio. Además se veía claramente que ella y Therese no encajaban, a veces ves esos niños adoptados con sus nuevos padres, y aunque sepas perfectamente que son adoptados da igual, los miras y tienes que reconocer que se parecen, ya sabéis lo que digo... Bueno, pues en este caso no era así, para nada, como mucho podrías pensar que Therese era una especie de amiga de la familia o algo parecido, pero de ninguna manera su madre, se veía claramente que no conectaban... De hecho casi daba un poco la impresión de que a Therese en el fondo no le hubiera hecho tanta gracia que apareciera la niña. Con Matt era distinto, él estaba entusiasmado con Lily, siempre estaba regalándole cosas, siempre pendiente de ella.”

“Dónde sí fue siempre muy bien fue en lo del colegio. Ya sabéis que dicen eso de que los chinos...”

“Lily es coreana,” ha repetido bajito Sam.

“¿Qué más da?, lo dicen de todos los asiáticos en general, por eso de que tienen más inteligencia abstracta por escribir con símbolos y eso hace que sean buenísimos en matemáticas. Pues ella fue así desde que llegó. Todavía hablaba regular el inglés y ya en el colegio no se creían lo rápida que era. Por lo visto le daban problemas para niños mucho más mayores y te los resolvía en un segundo. Se le daba fenomenal, una vez hasta la llevaron a una de esas olimpiadas infantiles, lejísimos, en Minnesota o en Milwaukee o un sitio así, y ganó el segundo premio, y no tuvo el primero porque no le dejaron competir en la primera categoría porque aún no había cumplido doce años.”

“Pero siempre siguió siendo igual de introvertida, a lo mejor incluso más con los años. Cuando nosotros tuvimos a los niños, la llamábamos de vez en cuando para que nos hiciera de baby sitter, y no había manera de sacarle nada, le preguntabas por cualquier cosa y te contestaba sí o no y ya estaba, mejor que no quisieras saber más porque no te lo iba a decir. Era encantadora eso sí, y seria, podías fiarte ciento por ciento que sabías que no ibas a llevarte ningún susto. Aunque había algo que te decía que las cosas no iban tan bien, parecía triste o asustada, o ausente, no sé explicarlo mejor... Además, con el tiempo veíamos menos a Therese, una vez se fue a cuidar a su madre que se estaba muriendo, y no volvió por lo menos en tres meses, y luego le dio lumbalgia en la espalda, y a partir de entonces le cuesta moverse y sale mucho menos.”

“Pero nos estamos enrollando demasiado. El caso es que hace un año la admitieron en Yale, imagínate, estaba feliz, normal, ¿no? Ir a Yale y además escapar de esos dos pesados, fantástico. Vino a contárnoslo un día, y me sorprendió porque ella nunca ha sido muy comunicativa... Pero vino y yo estaba ocupada en la cocina y subió las escaleras y me lo soltó: Vas a flipar, dijo, ¡me han cogido en Yale!, y me dio un beso y todo, y claro yo me alegré por ella, porque siempre me dio un poco de pena, todo el tiempo sola en esa casa con esos dos viejos.”

“Bueno pues poco después, un día que era domingo, estábamos tirados por la noche viendo la tele, cuando oímos unas sirenas, muchas a la vez y potentes. Nos asomamos a la ventana y vimos llegar a casa de Matt por lo menos tres o cuatro coches de policía y una ambulancia. Salieron un montón de paramédicos y de policías y se metieron en la casa, y al rato reaparecieron con una camilla llevando a Lily desmayada y con Therese a su lado, apretándole la mano. Imaginaos el lío, todo el mundo salió de casa y llegó un montón de gente a ver qué pasaba, hasta aparecieron Martha y Ted Franklin que viven en Kellog Road. Fue como de película, pero lo que más nos sorprendió es que Matt no pasó de la puerta. Se quedó allí de pie, tan tranquilo, mirando cómo salía la ambulancia y luego se volvió hacia los que estábamos por ahí y dijo que no pasaba nada, que era algo que Lily había comido y que estaba bien. Y después se metió en casa, cerró la puerta y eso fue todo.”

“Y ya no supimos nada más, hasta que unos días más tarde me encontré a Therese haciendo la compra en Safeway, y me extrañó porque como te he dicho en esa época ya casi no salía de casa. El caso es que me la encontré, y como no sabía muy bien qué decirle..., sólo le pregunté qué tal estaba Lily y que si había sido una intoxicación muy grave. Y entonces fue ella y me dijo: Cariño, no ha tenido ninguna intoxicación, Lily está embarazada. Me quedé de piedra porque no te lo imaginabas de Lily, sólo tenía dieciséis años, y además no era del tipo de chica que anda por ahí, no te pegaba para nada... Supongo que dije algo típico como qué va a hacer o algo por el estilo y ella me contestó que al principio Matt estaba furioso, ya sabes cómo es, pero que se le había pasado, y por supuesto que Lily tendría el niño, después de todo es una bendición... ¿Y sabéis lo más gracioso?, me dio la impresión de que en el fondo Therese estaba distinta, ilusionada, y luego en el coche camino de casa, de repente me vino a la cabeza y me acordé de que la única vez que la había visto antes así fue el día en el que vino a presentarnos a Lily.”

Helen se queda callada así de repente, y por un momento nadie dice nada como si necesitáramos un poco de reposo para asentar tantas novedades y todo ese drama silencioso al lado de casa. Finalmente, soy yo quien rompe el silencio y les pregunto quién es el padre. Es una pregunta idiota, lo sé, pero por lo menos sirve para recuperar la normalidad. Y Helen dice que es un chico del High School o algo así, y que ni ella ni Sam le han visto nunca, ni una sola vez, por mucho que el niño ya tenga diez meses. Sam sonríe, se sirve más Pinot, se echa para atrás y es entonces cuando pregunta: “¿Queréis oír mi teoría?”

 

 

Zas, zas, zas, mis pies se mueven adelante y atrás mientras corro sobre las hojas muertas. A pesar del aire helado, me esfuerzo por mantener el ritmo, inspiro, expiro, inspiro, expiro, inspiro, expiro. Lo importante es lograr el equilibrio completo, eliminar toda brusquedad hasta alcanzar ese punto en el que el cuerpo parece flotar a través del espacio mientras brazos y piernas giran a su alrededor en un movimiento suave y circular.

Me muevo y no pienso, delante de mí las piernas van solas, dejadas a su propia voluntad. Avanzo y no pienso, mientras a los lados el bosque se convierte en un travelling borroso con la banda sonora de mi respiración. Corro y no pienso, pero las ideas vienen a mí como imágenes que estallan cuando menos te lo esperas. Brillan por un segundo pero enseguida desaparecen arrastradas en el aire helado de noviembre. Sin embargo, por mucho que parpadee y acelere, hay algo que no se desvanece, una punzada que regresa una y otra vez, un pálpito que no me abandona.

En realidad llevo ya notándolo muchos días, de hecho desde la cena en casa de los Goldstein. Me digo que no es asunto mío, que no merece la pena ni preocuparse, que no es más que una historia curiosa de las que hay miles en la vida de todo el mundo, triste posiblemente pero más bien banal. Suele funcionar por un rato, pero luego estoy allí lavándome los dientes, o a medianoche bebiendo un vaso de agua en la cocina, o corriendo entre los árboles, cuando vuelve como un escalofrío espalda abajo. Ese niño secreto en la casa de al lado, al que nadie ha oído llorar y nadie ha visto nunca.

Una mañana, deben de ser las diez. No se ve a nadie en la calle. Durante la noche ha helado y la hierba parece cristalizada, como si fuera a quebrarse en cuanto la cojas. Todo está tan callado que no necesito girarme para oír perfectamente cómo se abre la puerta de los Kowaslki. Y allí está Lily bajando por el caminito con un montón de cartones plegados en los brazos directa hacia el cubo de reciclaje. No sé por qué me da por allí, pero de pronto yo también estoy levantándome, bajando las escaleras, saliendo por la puerta.

“Hola”, digo, levantando la palma de la mano como si ella no pudiera oírme.

“Hola”, responde Lily sin saber si darse la vuelta o quedarse allí esperándome. Pasa un instante raro en el que las dos nos quedamos calladas mirándonos la una a la otra en medio de la calle. “Hola”, digo de nuevo, “perdona, me he quedado sin café, iba a salir a por él, pero al verte pensé que a lo mejor podías dejarme un poco.” “Claro”, contesta, “claro”, y sube hacia la puerta con esos pasitos suyos que no sabes si anda, corre o baila. Hago trampa y en lugar de esperar a que me traiga el café, la sigo a grandes zancadas. Lily me ve y se da cuenta, pero no se atreve a decirme nada, así que me cuelo detrás de ella por la puerta entreabierta.

En la casa hace calor, un calor malsano y sofocante que huele a radiadores y a cerrado. Lily desaparece por la puerta de la derecha y enseguida la oigo abrir armarios y remover cacharros. Dudo un segundo de más y al final me quedo parada en el hall. A la izquierda, enfrente de dónde se ha metido Lily, hay dos puertas correderas de cristal esmerilado amarillo. Están entreabiertas por una rendija minúscula, tan estrecha que incluso pegando la cara sólo hay espacio para asomar un ojo, guiñando el otro como si usara una cámara. El cuello se pone a latirme, bum, bum, bum, pero del otro lado de la puerta sólo distingo sombras sobre sombras, alfombras y sofás informes cubiertos con fundas. Sin pensarlo empujo la hoja muy despacio con la punta de los dedos, hasta que puedo abrir los dos ojos y mirar de frente. De pronto es como si alguien subiera la intensidad de la luz y es entonces cuando la veo, detrás de los muebles amontonados de cualquier manera, de las lámparas y de las macetas, al fondo, recortada sobre el brillo de la ventana, una silueta. Está de espaldas, de frente a la ventana, y parece bailotear a la pata coja, dando saltitos de un pie a otro, mientras mece un bulto grande en los brazos que sólo puede ser un niño.

“Aquí tienes”, la voz de Lily suena normal, pero yo siento que el latido del cuello se detiene de golpe y es cómo si me vaciara y toda la sangre se me deslizara cuerpo abajo.

Casi sin mirarle cojo el tarro con el café, le doy las gracias entre dientes y salgo marcha atrás, medio tropezándome. La última imagen que tengo de la casa de Matt Kowalski es la enorme cabeza de ciervo encima de la escalera que me mira con sus ojos vacíos y negrísimos.

 

 

“Se calcula que en la temporada de celo de este año morirán en todo Estados Unidos más de sesenta mil ciervos, víctimas de accidentes y de los furtivos”, lee Alex enfatizando mucho la voz para que me impresione la magnitud de la cifra tanto como a él. Son los últimos días de noviembre y el sol de la mañana hace brillar el aire de la habitación y las tazas de desayuno sobre la mesa, y hasta Alex resplandece en la luz que refleja el periódico extendido ante él. Parece más joven que nunca con su pijama de invierno, leyendo con la cabeza apoyada en la palma de la mano y los dedos enredados en el pelo.

Todo es cálido, luminoso y tranquilizador, pero la frase se queda flotando entre nosotros como una extraña amenaza y en la boca del estómago se me pone una sensación de náusea que ya no me abandona.

Durante todo el día, en el coche, haciendo la compra o sentada en el escritorio, una y otra vez me vuelve la imagen de esos sesenta mil ciervos desangrados, una hilera infinita sobre el asfalto de una carretera serpenteante entre árboles, el pelaje encharcado en sangre, los ojos muertos, perdidos, tan negros como los de la cabeza que cuelga sobre la escalera de Matt Kowalski.

Y cuando esa noche hago el amor con Alex, cierro los ojos, aprieto sus nalgas contra mí lo más fuerte que puedo y repito su nombre muchas veces, pero no sirve de nada, porque en mi cabeza, muy dentro, resuenan sin parar otras palabras llegadas de no se sabe dónde: “las hembras sin celo no pueden tener hijos, las hembras sin celo no pueden tener hijos”.

Después del día del café no vuelvo a acercarme a la casa de al lado, pero un par de veces sorprendo a Lily mirando hacia la mía. Llega hasta la calle y se queda allí parada con los brazos cruzados y su forro polar azul celeste, mirando fijamente mi ventana, como si me dijera: venga sal ya, sé que estás allí.

A la tercera me acerco a la ventana, levanto el cristal y le digo hola agitando la mano. Lily frunce el ceño un momento, como si le costara creer lo que ve y entonces me devuelve el saludo con la mano, sonríe y vuelve a meterse en casa. A partir de entonces se convierte en nuestro pequeño juego secreto y varias veces, cuando Lily sale por la puerta, yo ya estoy detrás de la ventana esperándola.

 

viernes, 4 de septiembre de 2015

Carlos Cortés y "La tradición del presente" en FIU

En horas de la tarde de ayer tuvo lugar en Florida International University la presentación de "La tradición del presente: el fin de la literatura universal y la narrativa latinoamericana", libro de ensayos inéditos del reconocido escritor costarricense Carlos Cortés. Fue un encuentro en que no faltó el más abierto intercambio entre los estudiantes y el periodista.
Agradecidos con la Dra María Gómez y con Modern Languages Department por la efectiva coordinación de la presentación.

Aquí, imágenes del evento y un video:


Portada de "La tradición..."

 
Carlos Cortés junto a dos estudiantes de doctorado de FIU: Lisset García y Ezequiel Moreno