miércoles, 23 de octubre de 2013

domingo, 20 de octubre de 2013

Discurso de Sergio Ramírez en la inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, en Panamá

«Lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos»

20 de octubre de 2013 a la(s) 20:04


Discurso en el acto de inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, dedicado a «El español en el libro». Panamá, 20 de octubre de 2013.


Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de Babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.



Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Ángel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Xavier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.



Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.



La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

sábado, 19 de octubre de 2013

Palabras de presentación a cargo del crítico Carlos Velazco, para el lanzamiento de la primera novela del creador cubano Miguel Coyula

Mar rojo, mal azul de Miguel Coyula
Carlos Velazco



Todo empeño cinematográfico está obligado a ser colectivo, por muy reducido que sea su grupo, es decir, el equipo. Esto es una regla. Pero cada regla tiene su excepción. Miguel Coyula es la excepción de la regla. Por eso digo en el prólogo que asume sus películas como un escritor su literatura, controlando todas las especialidades: guion, fotografía, edición, música y sonido, y también porque prepara un plano, una secuencia, con la orfebrería que se pule una página. Tenemos una cita suya que lo sustenta incluso:
Porque creo que es igual en el lenguaje cinematográfico que en la literatura. Después de un punto, escribes una oración distinta de la anterior con otro significado.
Más de cinco años empleó, no demoró, Miguel Coyula en hacer Memorias del desarrollo. Cinco años durante los cuales la concepción inicial fue variando y el escenario se abrió a múltiples ciudades y parajes, universalizando el asunto: una mirada desprejuiciada, y más aún, irreverente, de esa Historia que con compromisos y prejuicios menoscaba y sugestiona la libertad de los individuos.
Más de una década ha tardado, sí, en publicar Mar rojo, mal azul, libro del que se origina su cinta Cucarachas rojas y su actual producción, Corazón azul. Una novela enmarcada en el terreno que Coyula ha reconocido es el que más le atrae: la ciencia ficción, en su afán por desligarse de cualquier realidad geográfica reconocible. En Mar rojo, mal azul, caminamos por una ciudad con Malecón, con un túnel que atraviesa un río, pero cuyos rasgos habaneros se desdibujan en ese hipotético futuro alternativo del siglo XXI.
Además de Mar rojo, mal azul, he podido leer varios de los cuentos todavía inéditos de Miguel. 1994, 1995, 1996, son las fechas de las que datan. Las más de las veces percibo el reflejo de ambientes y personajes que pudieron rodearlo en su adolescencia y temprana juventud. Pero en todos los casos, en cada uno de ellos, encuentro la inusual libertad de narrar sin tener que explicarlo todo, el rechazo a cualquier reproducción realista, el origen de ese lenguaje distinto de su cine. Quizás “lenguaje” no sería el término apropiado, porque más que a una estética particular de composición y consecutividad de planos por montaje de asociaciones, fragmentación narrativa o ritmo, me refiero a la lógica inusual de ese universo que nos presenta.
En un texto titulado “Futuro alternativo”, Miguel Coyula ha declarado su interés en conseguir con Corazón azul, una narración interactiva, es decir: una película que se reconfigure a partir de estructuras aleatorias donde los episodios permanezcan intactos, pero su orden pueda ser alterado. Lo que hasta ahora es el inicio de Corazón azul, aparece disponible en YouTube: una serie de imágenes documentales que tributan a la ficción a partir de la manipulación y la yuxtaposición.
Desde sus primeros experimentos en el cine, ya Miguel Coyula empleaba los más disímiles métodos y herramientas para crear efectos con los que apoyar esa otra realidad de sus películas. Otra realidad que no apunta a personajes y situaciones fruto de la invención, sino a un mundo visualmente distinto, como el que consigue en otra secuencia ya terminada de este proyecto, donde la protagonista visita una exposición de pinturas, y el trabajo de edición, sonido, montaje y corrección de luces, la hace observar los cuadros de árboles moribundos y troncos cortados con una intensidad que es imposible al ojo humano, y que tampoco se consigue solo colocando la cámara contra la actriz y la pieza.
Si en cada uno de sus filmes Miguel Coyula interviene casi la totalidad de sus planos, con una intención plástica, en su novela no se ha privado de concatenar texto e ilustración –otro tipo de texto–, al entrelazar el negro de las letras impresas con el de las imágenes, como si el cineasta percibiera la necesidad de enfatizar determinados rasgos no solo con palabras.
Se puede leer Mar rojo, mal azul como quien ve una película de su autor. Pero no es una alusión a los momentos de montaje paralelo de escenas o a que a veces nuestra perspectiva sea la que nos proporcionaría una cámara en mano. Me refiero, sobre todo, al guion de ese personaje llamado Miguel, que más bien es un diario y termina siendo un testamento, donde se enuncia a modo de manifiesto la propuesta del cine de Coyula:
No quiero comprender la mecánica de las cosas. No me interesa el caos artificiosamente construido. Necesito el estado natural de la percepción, sin extensiones intelectuales, o códigos simbólicos universales. No me interesa la poesía abstracta cuyos versos riman, ni el complicado dibujo que se asemeja a un rostro, no tengo miedo a los clichés ni a todo lo contrario, para mí este arte consiste en el leguaje de la mente, esos son mis principios.
Más que alargar estas páginas con un par de párrafos a modo reseña o juicios que reduzcan las lecturas de Iván, Heber, Azucena, Remy, Fernando, Miguel, Marina y las situaciones en las que se ven inmersos, me interesa anotar la insatisfacción de estos personajes, ese caos total con el que lidian, que no obedece al desmesurado desarrollo que hace peligrar el planeta y a la especie, sino que ha estado presente siempre en el hombre. La célebre secuencia inicial de Stanley Kubrick en 2001: Odisea espacial se ha interpretado como resumen de la evolución humana, obviando que en su vuelo, el hueso se sustituye por la nave espacial, instrumentos ambos, o sea: el germen de esa batalla muy-muy lejana, el problema filosófico, ha permanecido latente desde aquel descubrimiento ancestral de la herramienta.
Tres años atrás, en la introducción a una entrevista que le hice, me referí a Miguel Coyula como “director desconcertante”, luego, en una crítica, afirmé que él representaba en el cine cubano una “singularidad rayana en la anomalía”. Ahora me percato que en el prólogo a Mar rojo, mal azul, hablo de su “extraña originalidad”. Y aunque creo haber dejado claro no haberlo dicho solo por cualidades como su resistencia a dejarse asimilar por lo que llamamos industria o institucionalidad, temo siempre haber dejado un tanto implícito el reconocimiento a su inteligencia y talento.

El ser humano no es feliz si es absolutamente libre, cosa por demás imposible. Y busca refugios como el amor a su familia o la creencia en una religión o la confianza en un sistema político, con tal de desterrar la conciencia de su soledad. Con todas estas certezas, la obra de Miguel Coyula, su cine, al que ahora se suma esta novela, nos lega la ganancia de los saldos y liquidaciones de los que parte: sabemos de la destrucción total que nos circunda, de lo inútil de los proyectos por crear “hombres del futuro”, evitémonos entonces el mismo viejo tema de 1916 que denuncia The Cramberries en su canción, y no obviemos el hecho cinematográfico, menos el literario, con la publicación ahora de Mar rojo, mal azul.

domingo, 13 de octubre de 2013

LUIS MANUEL PÉREZ BOITEL, QUIEN FUERA EL PRIMER PREMIO DE POESÍA LA PEREZA 2013, OBTIENE EL PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA EN LENGUA ESPAÑOLA MANUEL ACUÑA.

El poeta cubano Luis Manuel Pérez Boitel, vuelve a ser noticia al obtener el Premio Internacional de Poesía Manuel Acuña  que convocó el Gobierno de Coahuila de Zaragoza, en México.  En esta ocasión fue electo su poemario  Artefactos para dibujar una nereida, entre más de setecientas obras de 22 estados y de 22 países, como Israel, Finlandia, Chile, Perú, Cuba, Venezuela, y Argentina, entre otros.

Pérez Boitel, de una gran trayectoria en los predios de la poesía, con más de 18 libros publicados tanto en Cuba como en el extranjero, ha ganado el Premio Casa de las Américas, de Cuba.  El poeta es graduado en la especialidad de Derecho, actualmente Máster en Derecho Empresarial, y miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba.

El premio, consistente en cien mil dólares, un diploma y la publicación de la obra por parte de la Secretaría de Cultura de Coahuila y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, será entregado el 6 de diciembre del 2013.