miércoles, 26 de diciembre de 2012

Anuncio de La Pereza Ediciones
Diciembre 2012

Jorge Bacallao Guerra, joven narrador cubano, fue seleccionado ganador absoluto del I Premio Internacional de Minicuentos La Pereza 2012, con el relato "Diez por ciento".
Entre los más de ciento cincuenta títulos recibidos, "Diez por ciento" sobresalió, desde un primer momento, por el alto dominio mostrado en la técnica narrativa de este difícil género, destacándose por la economía de recursos y el hábil manejo de la ironía.
Además del premio acordado en metálico, Jorge Bacallao recibirá cinco ejemplares del libro que La Pereza habrá de publicar a propósito de este primer concurso, en el mes de enero. Dicho libro, el cual llevará por título "Diez por ciento", estará conformado por los 25 finalistas dados ya a conocer, y por otra veintena de autores que la editorial considere poseedores de valores literarios dignos de publicación. Una lista completa será dada a conocer en los próximos días.
Felicitamos al ganador, y le auguramos muchos éxitos literarios, los cuales, no en balde, ha venido cosechando desde hace varios años.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Finalistas del Primer Concurso Internacional de Minicuentos La Pereza 2012


                  1-¡ESTABA VIVO!,  José Herrero
                  2-CLAUDIA, Sol García de Herreros
3-MUÑECAS RUSAS, Ahmel Echevarría
4-LA MÁXIMA ALTURA, Salvador Robles Miras

5-MONOPOLIO, Juan José Tapia Urbano 

6-LA PEREZA, Germán Maretto
7-EN LA LANCHA, Leslie Urdanivia
8-CREMA DE ARRUGAS, Michel García Cruz
9-EL COFRE, Juan Ángel Cabaleiro
10-DIEZ POR CIENTO, Jorge Bacallao Guerra
11-MUTACIÓN LITERARIA, Ernesto Ortega Garrido
12-LAS TIÑOSAS, Delis Mayuris Gamboa Cobiella
13-DE LA PUNTILLA AL CLAVO, Roberto Garrido
14-YO SABÍA QUE LE IBA A FALTAR UNA MUELA, Hugo Luis Sánchez
15-LA MALA PASADA, Rubén Alfonso
16-ATENEA Y AENETA, Amanda Pérez Morales.
17-EL ASCETA, Gustavo Eduardo Green
18-ASUNTOS DE FAMILIA, Michel Mendoza
19-EL CONQUISTADOR, Mark Mielke de Lima 
20-EL CIELO DE LAS PALABRAS, Luis Miguel Helguera San José
21-A ORUGA REBELDE, Lucas Foix
22-LOS NIÑOS CRECEN, Rafael de Águila Borges
23-CRONOLOGÍA DEL ABSURDO, Dacio René Medrano
24-EL ACUERDO, José Ignacio Señán Cano
25-LA CASA, Elizabeth Reinosa Aliaga

sábado, 15 de diciembre de 2012

Crónica de un pueblo poco anunciado


Crónica de un pueblo poco anunciado

Hace exactamente un mes se cumplieron 492 años de la fundación de la Villa de San Cristóbal de La Habana. Yo tenía este breve escrito que quiere pasar por crónica, “traspapelado” en una carpeta de la computadora. Ahora lo saco a la luz, no sólo porque es mi forma de rendir un humilde homenaje a mi ciudad, sino porque el texto aborda esos lugares intrincados de La Habana que no están en las postales de souvenirs, pero que están, y estarán, y también merecen sus “puntos y apartes”.   
Casi todos, cuando recuerdan a sus abuelos; o mejor, cuando recuerdan el ambiente que rodea a estos seres imprescindibles en la vida de cualquiera, piensan en una casa muy grande, de esas con puntal alto y mamparas. Y piensan también en olor a talcos un tanto rancios; o en panetelas recién horneadas.
Mis recuerdos no son tan bucólicos. Mis bisabuelos, aunque tenían los aristocráticos nombres de Félix y Virginia, eran gente humilde de campo. Y no estamos hablando de puro e incorruptible campo. Estamos hablando de La Salud, un pueblecito ubicado en las afueras de La Habana, de puros e incorruptibles chismosos, situado a su misma vez en Quivicán, municipio que tiene, en mi opinión, la tierra más roja de toda Cuba, y donde las temperaturas en invierno bajan a niveles que remiten a la Siberia, allá en la vieja URSS.
Ellos murieron cuando yo era adolescente; prácticamente uno detrás del otro, como corresponde a dos seres que se han querido mucho y no conciben la vida separados. Yo no he podido olvidarlos. Y desde que nos dejaron, tampoco he logrado abandonar la inefable sensación de tristeza que me invade a cada rato cuando compruebo que ya no me quedan motivos para visitar La Salud.
Dentro del habanero municipio de Quivicán, además de La Salud, están los pueblos de Buenaventura, Cuatro Caminos, San Felipe, Santa Mónica, el Guiro Boñingal... A pesar de tener nombres tan diferentes, todos son uno: en sus costumbres, en sus quehaceres diarios, en la forma que tienen sus habitantes de ver la vida.
Estuve becada en una escuela de Quivicán desde 1994 hasta 1997. Recuerdo que todavía entonces, y eso era algo que yo venía observando desde que, de niña, visitaba a mis bisabuelos, todas esas regiones estaban caracterizadas por un racismo atroz. El Guiro Boñingal, por ejemplo, estaba dividido en el Güiro de los blancos y el Güiro de los negros. En La Salud, localidad atravesada en toda su extensión por la línea del tren que me transportó durante mucho tiempo a mi beca, sus habitantes acostumbraban darle agua a aquellos muchachos de una manera grotesca. Los más claritos tomaban en vasos de cristal; y los más oscuritos, pues... en latica.
No miento. Ojalá hayan erradicado esto, pero no creo que quince años sean suficientes para truncar los malos hábitos de unas cuantas generaciones. De cualquier forma, quiero ser indulgente y pensar que quizás esta especie de sello distintivo de los quivicareños se deba al hecho de que, no sé por qué razones antropológicas, hay en todos estos pueblos pocas personas de color.  
Lo peor, sobre todo para sus fijos e inamovibles habitantes, es que por todos estos contornos, se cumple al pie de la letra lo de que: “pueblo chiquito, infierno grande”. No hay una sola casa en la que no se chismorree a diario, o en la que no se le coloque a Fulano o Mengana un apodo como Chencha Chiforrove o Norma La Patalarga.
A las mujeres se les conoce por el nombre de los maridos. En La Salud hay dos Marías: María la de Bolo y María la de Marcos. Estas mujeres cargan con los nombres de sus esposos como apéndices no operables.  
Sé bien que no estoy contando nada nuevo, y que lo anormal sería que los pueblos de campo no fueran así. Sólo que, cuando sales de estas regiones y llegas a la Ciudad de la Habana, a pesar de todo tan franca y tan sana, sientes que has visitado dos mundos completamente opuestos. Y es curioso como, a pesar de todo, extrañas tanto lo que dejaste atrás y lo rememores como el paraíso perdido. Porque, eso sí, la casa de mis bisabuelos, aunque era de madera reconstruida después que la tumbó el ciclón del cuarenta y cuatro, olía a panetela  recién salida del horno. Y, aunque no era tan grande, olía a talcos algo rancios. En fin, siempre estuvo ahí, asentada e indestructible. Lo mismo que La Salud. Pues, como dice mi abuela, con un lenguaje histórico-artístico que me hace pensar que en otra vida ella tenía una gran cultura: “Mijita, el pueblo de La Salud existe, desde la época del Renacimiento”.