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Hanging
dog
El perro voló por encima de los techos.
Oímos el tornado que se aproximaba como un tren descontrolado y nos refugiamos
bajo una de las mesas. Luego, un quejido en el jardín, seguido por un silencio.
Apenas tuvimos tiempo de ir hasta la ventana para verlo desaparecer tras la
chimenea del vecino. Pataleaba y parecía nadar en el aire, pero su expresión
era serena, como quien compra un boleto para la montaña rusa y espera que lo vengan
a rescatar de su carro atascado en la altura. No sé si tiene sentido hablar de
confianza en los perros, pero diría que el perro confiaba. O quizá no entendía
la gravedad de la situación. Volaba como una bolsa peluda que el viento hubiera
levantado de cualquier basural y ahora zarandeara entre las ramas de los
árboles.
Había alerta meteorológica. Alerta roja,
para más precisión. Abarcaba el sur del país. Radio y televisión no dejaban de
repetir las indicaciones típicas en estas emergencias: si era posible, quedarse
bajo techo, asegurar puertas y ventanas, guardar objetos que pudieran
transformarse en proyectiles, poner a resguardo los animales. Hicimos todo
menos lo último y el perro se voló.
Como cada vez que se anunciaba tormenta,
había pasado todo el día aullando y rascando las paredes para que lo dejáramos
entrar. Pero no le hice caso. Estaba harto de las manchas en la alfombra y los
muebles mordidos. Para algo le habíamos comprado una casilla tan confortable
que más de un cristiano hubiera agradecido tener por techo. Al perro no le
bastaba. Quería entrar, vivir entre nosotros, ser parte de la familia o lo que
fuéramos. Si se lo hubiéramos permitido habría comido en la mesa y dormido en
la cama.
Alan había querido comprarlo. Fue un
impulso; nunca antes había manifestado el deseo de tener un perro. Un año atrás
nos habíamos ido a vivir juntos y habíamos discutido los términos de la
convivencia, pero nunca hablamos de mascotas. El perro no estaba en nuestros
planes y lo tomé como un capricho al que accedí porque Alan se comprometió a
hacerse cargo del animal y prometió que yo ni siquiera notaría su presencia.
Desde el principio tuvimos claro que era
un perro. Y como tal lo tratábamos. Nos asegurábamos de que recibiera comida y
agua fresca. Alan le permitía entrar cuando yo no estaba, pero apenas oía mi
llave en la cerradura, lo hacía salir. Esas veces casi siempre discutíamos
porque era seguro que el perro hubiera roto algo. Yo no le hacía más que una
caricia cada tanto, cuando salía a tender la ropa o a regar las plantas, pero
la verdad era que lo detestaba. Desde su llegada, se había instalado en la casa
algo parecido a la rutina. Todavía no con el tedio insoportable de las rutinas
repetidas por años, aunque yo intuía que el germen ya estaba allí. Y había
empezado con el perro.
Por eso no puedo asegurar si el día de la
tormenta, cuando lo vimos volar por encima de los techos, fue un olvido o un
acto de pura maldad. Mía, claro está. Alan no había vuelto de trabajar y debió
confiar en que yo ya habría tomado las medidas de seguridad. Y lo hice. Salvo por
el perro. Era suyo y debió encargarse de ponerlo a salvo. No iba a aceptar
quejas.
De hecho, me resultaba divertido. Ahora
podríamos contar durante años cómo habíamos visto volar al perro y la gente repetiría
la historia agregando quizá algún detalle suculento, que ladraba desesperado,
que intentamos trepar al techo para alcanzarlo, que nos arrancamos los pelos y
lloramos de impotencia. Pero nada fue así. Solo nos quedamos viéndolo alejarse
recortado como una mancha clara contra el fondo de nubes negras. Y al cabo de
unos segundos, desapareció.
Alan me miró y en su cara leí la pregunta.
¿Qué vamos a hacer ahora? Le di la espalda y busqué la juguera. Estaba a la
vista, pero, de todos modos, la busqué. Tomé unas naranjas, las abrí por la
mitad y las eché en el recipiente. Luego unos cubos de hielo, azúcar y un
chorro de vodka. El ruido de la máquina tapó el del viento. Lo sentí como una
tregua y la hubiera dejado más rato si Alan no la hubiera desenchufado de mala
manera. Vertí el líquido en dos vasos largos y le extendí uno. Alan se mojó los
labios y apoyó el vaso en la mesada. Volvió a inquirirme como si aquello fuera
mi culpa. Tenemos que ir a buscarlo, dijo.
Lo detuve cuando ya se calzaba las botas y
tomaba el abrigo. No vas a salir con esta tormenta, ordené. Me miró con
desprecio y se agachó para anudarse los cordones. Afuera todo cimbraba como si
el mundo se hubiera transformado en una vara a punto de quebrarse. El ulular
del viento asustaba. Alan intentó abrir la puerta, pero no pudo. Una fuerza
invisible empujaba desde afuera. Insistió con las dos manos y me pidió una
ayuda que no le di. Solo después de unos segundos de forcejeo inútil se dio
cuenta de que la violencia de la tormenta lo superaba. Me alivió ver que cedía.
De todos modos, el perro ya estaría
muerto.
Esa noche lo intenté dos veces, pero Alan
me rechazó. Hice lo que tanto le gustaba, esto es, coloqué mi mano entre sus
muslos y la fui subiendo poco a poco arañándolos con suavidad hasta encontrar
su sexo que siempre me recibía. Esa vez fue diferente. Me incliné sobre su
hombro y le lamí el cuello hasta llegar a la oreja, mordisqueé el lóbulo y le
metí la lengua. Eso lo hubiera enloquecido en otro momento, pero no esa noche.
Se enderezó un poco para acomodarse y quitarme de encima. No necesité
preguntarle si estaba enojado. Me dormí enseguida, pero me desperté varias
veces. Alan no pegó un ojo y no cesó de moverse. Daba vuelta la almohada,
cambiaba de posición, iba al baño y volvía.
***
Al amanecer lo encontré en un sueño
profundo, como quien toma una siesta después de un gran almuerzo. Era sábado y
hubiera podido quedarme hasta tarde remoloneando. Pero no. Me incomodaba
compartir la cama con el rencor de Alan que se olía como un sudor pegado a las
sábanas. Necesitaba ducharme y eso hice. Por el ventanuco del baño entraba el
sol, la paz después de la tormenta. Me vestí de prisa, tomé una manzana de la
heladera y salí a evaluar los estragos de la noche.
La calle estaba desierta salvo por dos
gatos que mordisqueaban algo junto a la cerca. Un nido, según vi después.
Menudo festín se habrán dado, pensé. El contenedor de basura estaba dado vuelta
justo en el centro de la calle y un hilito de humo salía por un borde
semiabierto. El cerco del vecino estaba tumbado y, sobre él, yacía la reja del
portón arrancada de cuajo. No había rastro de la lluvia que había durado
bastante menos que el viento, pero estaba claro que también el agua había hecho
sus daños en los carteles, en los canteros de flores ahora convertidos en
lodazales yermos.
Había salido a buscar al perro, pero la
vista de tanto estropicio me había hecho olvidar el propósito inicial y solo
cuando lo vi recordé por qué estaba deambulando por la calle un sábado a las
seis de la mañana. El viento lo había transportado a unos cien metros de la
casa. Imaginé lo que habría sido aquel viaje suspendido en el aire, entreverado
en un remolino de trozos de metal y madera, alzado como una pluma y vapuleado
hacia aquí y hacia allá hasta toparse con el árbol. Ya no parecía una bolsa de papas, sino un
trapo, un trapo sucio, un gran trapo que alguien hubiera tendido al sol. Una
línea de alta tensión pasaba muy cerca y supuse que también habría recibido
alguna descarga. Las cuatro patas colgaban a un lado y otro de la rama en un
delicado balance. Estaba a unos cinco o seis metros de altura, con la cara
vuelta hacia mí, las cuencas de los ojos vacías. Pensé que habrían estallado
con el golpe de la corriente y tuve el estúpido reflejo de buscar los globos por
el piso, como quien ha perdido un par de canicas. La lengua salía y se veían
los dientes en una mueca que podía ser de ira o de dolor. El tronco y las ramas
estaban cubiertos por gruesas espinas, un raro árbol que daba unas flores como
orquídeas en verano, y unos copos de algo parecido a algodón en invierno.
El espectáculo era desagradable. No sentí
pena, pero sí asco, un deseo vehemente, de que alguien retirara de inmediato
esa inmundicia de allí. No quería que Alan lo viera y tampoco quería verlo yo.
Busqué rastros de sangre, pero solo había unas manchas oscuras cerca del
abdomen y un líquido grisáceo pegoteado a la piel. Los ojos vacíos parecían
mirarme y me reprochaban mi falta de prevención. Maldito perro, pensé. Vas a
joderme hasta muerto. Tuve una náusea y tiré lejos la manzana que rodó por la
calle hasta que se la tragó una alcantarilla.
Alan ya estaba levantado cuando regresé.
Vamos a la cama, le dije, esta vez no como invitación, sino porque estar
levantados nos obligaba a decir algo, a preguntar y a responder lo que yo no
quería. En cambio, estaba seguro de que si nos metíamos en la cama el sueño iba
a vencernos pronto y no habría necesidad de inventar una historia. ¿Encontraste
al perro?, preguntó. Mentí que no, que probablemente estuviera escondido en
alguna parte, asustado, que ya encontraría el camino, no había que preocuparse
por eso. Al momento sentí que algo cambiaba. Ya teníamos nuestra primera gran
mentira.
Alan dijo que saldría a buscarlo y me
ofrecí a ir con él solo con la intención de desviarlo hacia el lado opuesto.
Insistió en caminar hacia donde habíamos visto desaparecer el perro, pero a esa
altura el contenedor ardía en mitad de la calle y la humareda impedía ir en esa
dirección. El olor de la basura quemada pronto se expandió y algunos vecinos se
asomaron. Déjalo, le dije y tironeé de su brazo. Ya se encargarán ellos. Lo
abracé y echamos a andar.
Ahí van los putos, dirían los vecinos.
Podía oír su murmullo a nuestras espaldas. ¿Y qué? Hacía tiempo que había
dejado de importarme. Las personas fingen urbanidad, modales, incluso educación
hasta que los pones a prueba. No tengo nada con los homosexuales, se
apresurarán a aclarar en cualquier reunión, pero no los quiero en la casa de al
lado. Alguno esgrimirá el patético argumento de que incluso tiene un amigo
homosexual, como si estuviera haciendo una gran concesión a sus valores, un
gesto de tolerancia hacia la humanidad torcida. Pero yo no quiero que me
toleren. Quiero que me respeten, carajo. Y, si no pueden con su mojigatería, que
me ignoren. Lo mismo hago yo con ellos.
También por eso me gustaba dejarlos con el
asunto del contenedor en llamas y el condenado perro. Ya vendría alguno a
reclamar que lo sacáramos de la vista, pero hasta entonces sus tiernos ojitos
no tendrían más remedio que enfrentarse al horror de la muerte, una muerte tan
absurda, un perro sin ojos clavado en la rama alta de un árbol. Podía oír al
gringo de la esquina gritando escandalizado. There´s a dog hanging from the
tree… Y los demás chapuceando su mal inglés, respondiendo cualquier barrabasada
solo para mostrarle al gringo que habían entendido, que ellos también estaban
atónitos, no fuera a pensar que eran
unos bárbaros, que en estas latitudes también es terrible un hanging dog y que
habría que responsabilizar a alguien. A nosotros, claro. Después de todo, el
hanging dog era nuestro. De Alan, pero a los ojos de esa chusma, también mío.
Apuré el paso y comenté cualquier cosa solo para tapar el sonido de las voces.
Alan iba tan abatido que no se enteró del jaleo.
Yo no pensaba bajar al perro. Que lo
hicieran ellos o llamaran a los bomberos. ¡Pobres bomberos! Los destrozos del
tornado los tendrían corriendo de aquí para allá sin dar abasto, sacando gente
de los ascensores, desobstruyendo desagües, acondicionando los refugios. Dudo
que hubiera personal disponible para venir a bajar un perro muerto. Podría
estar allí por días, incluso semanas, pudriéndose a la vista de todos. Y si
alguno se molestaba, que se fuera al infierno.
Mientras Alan y yo nos alejábamos, la idea
comenzó a fraguar en mi mente y a cada paso, más bella me iba pareciendo. Un
perro que se pudría en un árbol, el olor que se iba metiendo en las casas y
aquella caterva de inútiles sin saber qué hacer, intentando cargarle el fardo a
otro, echando a suertes a quién le tocaba bajar el perro. Oí que alguien nos
llamaba y le apreté el brazo a Alan para que no se diera vuelta. Volvieron a
llamarnos, esta vez con un grito destemplado. Nosotros, como si nada. Solo
había que aguzar un poco el oído y esperar unos segundos. Maricones de mierda,
gritó alguien. Alan me miró y me sonrió por primera vez esa mañana. Aquel
insulto era como un santo y seña. Seguimos la marcha sin mirar atrás.
***
Alan nunca vio a su perro colgado del
árbol. Un día después el cuerpo ya no estaba. Supongo que el viento acabó por
derribarlo y se lo llevó el camión de la basura. Tampoco me molesté en
preguntar. Los vecinos nos detestaban y prefería no saber a humillarme tocando
a su puerta. Al final, el aislamiento resultaría ventajoso porque nadie haría
comentarios a Alan y él jamás se enteraría de los hechos.
No mencionó la posibilidad de comprar otro
y yo se lo agradecí. Pero a partir de entonces se volvió distante, ensimismado,
como si me culpara por algo y le molestara estar en la casa a solas conmigo. O
quizá confundido, intentando acostumbrarse a la falta del perro que era como
acostumbrarse a un cambio en la rutina. No siempre la rutina mata la pareja. A
veces la sostiene y son los cambios los que terminan por provocar la ruptura.
Eso creo.
Lo único que yo quería era que los dos
viviéramos tranquilos. Para eso habíamos luchado tanto. Para eso yo me había
ido de casa dando un portazo después de que mis padres me dijeron que antes que
un hijo homosexual preferían a un hijo muerto. Para eso Alan había abandonado a
su familia, su linda mujer y sus lindas niñas que algún día tendrían que saber
la verdad sobre el padre. Para eso habíamos cambiado de ciudad y de trabajo. En
mi caso, mucho más que un trabajo, una carrera política cuyo límite era el mismo
cielo. Y yo la había dejado convencido de que no iba a aguantar más hipocresía,
que ya bastante había sufrido montando mentiras sobre mentiras, y más mentiras
para sostener las mentiras anteriores. Mentir agotaba. Incluso para un
político. Amaba a Alan y eso era suficiente, pero había que pagar un precio.
Para ser felices habíamos renunciado a todo. No iba a dejar que un estúpido
perro lo arruinara.
Alan compró dos portarretratos y puso las
fotos de las hijas en su mesa de luz. No me molestó. No demasiado, hasta que
una noche me dijo hasta mañana sin un beso, giró y se puso de costado hacia la
pared. Supuse que iba a dormir, pero no. Quería mirar a las niñas. Mirarlas de
un modo en el que yo no participara, como si al darme la espalda me dejara
fuera de su mundo. Un mundo que quizá empezaba a añorar.
Eso se repitió varias noches hasta que no
aguanté y le pregunté si quería volver. Las echo de menos, me dijo al borde del
llanto. ¿Y a ella?, pregunté con miedo. Echo de menos a las niñas, respondió y
estiró el brazo para tocarme, pero yo ya me había puesto lejos de su alcance.
Quiero estar contigo y con ellas, me dijo por fin. Quiero estar en las dos
casas o que todos vivamos juntos. Eso es imposible, Alan, ¿cómo vamos a vivir
todos juntos? No lo sé, no lo sé, pero es lo que quiero. Si estoy con ellas,
voy a extrañarte a ti. Y ahora que no las tengo, solo pienso en ellas.
Fueron días de poco hablar. El silencio
fue tomando la casa como un cáncer que se expande a partir de un pequeño tumor.
Alan se quedaba en la fábrica hasta tarde y volvía al anochecer. Decía que era
buen ejemplo para los empleados ver al dueño esforzarse. A mí me parecía una
exageración, pero él agregaba que eso también le permitía controlarlos. El ojo
del amo…, me repetía cuando lo increpaba por este súbito cambio y yo le hacía
un gesto brusco para que no continuara. Siempre he odiado la sabiduría popular,
los refranes, los lugares comunes. Una vulgaridad.
Yo trabajaba en la casa y me encargaba de
mantenerla, lo que no era difícil porque tanto Alan como yo siempre hemos sido
de lo más pulcros. Escribía columnas políticas para un diario y firmaba con
seudónimo. La paga era buena, buenísima y el seudónimo me permitía despacharme
contra quien quisiera, incluso contra quienes habían sido mis correligionarios.
Los mismos hipócritas que me habían dado la espalda y que se rasgaban las
camisas cuando oían mi nombre, aunque más de uno llevaba una existencia doble y
asquerosamente promiscua. A esos les caía con todo, más incluso que a los de la
oposición. Los conocía por dentro y sabía de qué mierda estaban hechos.
Entonces fue cuando Alan comenzó a llegar
cada vez más tarde. A veces me encontraba dormido sobre la cena. Otras estaba
tan agotado que se iba directo a la cama y encendía la televisión hasta caer
rendido. El sexo que nos había llevado tantas veces hasta una plenitud
inusitada, ese sexo sin el que nuestro amor no se entendía, ese sexo ya no
existía. Pensé que lo mejor sería no presionarlo. Que era una crisis lógica y
que pronto iba a pasar. Una noche Alan no volvió a dormir.
Estuve hasta media madrugada llamando a su
móvil. Después intenté en las comisarías y en los hospitales. Amanecía cuando
me vestí para salir a buscarlo. Y entonces lo vi. Avanzaba por la calle como un
penitente. Traía la camisa salida y la chaqueta en la mano. No era un hombre
que venía de una noche de juerga. Era un hombre vencido, un hombre con pies de
cemento. Esperé que llegara al jardín. No intentó disimular ni mentir. Alan, le
dije. ¿Dónde estabas? Me puso una mano en el hombro. Una mano fuerte, viril,
una mano pesada, mucho más pesada que la mano que solía acariciarme. No dijo
nada y entró.
Olfateé la chaqueta que había dejado en el
sillón. Olía a comida. Fui al dormitorio donde ya se había desnudado y metido a
la cama. Fingía dormir. Alan, le dije, pero no me respondió y yo no tuve
fuerzas para insistir. Me acosté a su lado y así nos encontró la tarde.
Nos quedamos quietos durante un tiempo
impreciso, quizá horas, sin hablar, sin hacernos preguntas, solo esperando que
algo viniera a romper la tristeza. Afuera la luz se apagaba y el cuarto se
llenó de una penumbra amarillenta. Una libélula revoloteaba junto al cristal de
la ventana. El zumbido de su aleteo era un alivio en medio de aquel silencio.
Alan, tengo miedo, susurré, por fin. Giró hacia mí y me tomó la mano. Alan, le
dije, Alan, mi amor… A través de la casi oscuridad sus ojos me buscaban. Me
tocó la cara y pasó un dedo por mi boca. Lo mordí con dulzura. Alan, querido…
¿qué pasa? Lo oí sollozar como si tuviera cinco años y alguien le hubiera
robado su juguete preferido. El perro, dijo entre hipos, mi perro… Lo acaricié
y, por primera vez en semanas me acerqué hasta quedar pegado a su cuerpo.
También olía a comida. A comida casera, comida de hogar, del otro hogar. Alan,
querido, le dije mientras lo besaba en los ojos, en las mejillas húmedas, en
los labios, Alan, mi amor, no llores, por favor, mañana, mi vida, te pido por
favor que no llores, mañana… Iba a prometer algo, pero no me dejó terminar.
Claudia Amengual
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