http://www.amazon.com/Okigbo-transnacionales-historias-protesta-Spanish/dp/0692414762/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1449243523&sr=8-1&keywords=Okigbo+vs+las+transnacionales
OKIGBO Y EL CLAN DE CADAQUÉS
Estaba un día Okigbo haciendo
monitos de plastilina en su cubículo, cuando recibió una llamada con marcado y
balbuceante acento ibérico.
–¿Míchter Chícharchon
Chendache? –preguntó la voz y, luego de las necesarias identificaciones, instó
al Dr. Richardson ‘Ndajeé a atender una importantísima reunión que tendría
lugar en Cadaqués, Catalunya, dentro de dos meses.
–Vamoch a echtar todoch. Y lo
que ahí oirách chelá la declalachón mách impolpante de lach altech pláchticach
dechde el manifechto dadaíchta.
Okigbo quedó intrigado.
Primero, por lo extraño que se oía la voz de su amigo catalán y, segundo, por
lo que sucedería en dicha reunión. Lo primero le fue revelado al momento: su
amigo se había puesto un bolígrafo en la boca para “ocultar” su verdadera voz.
Lo segundo, habría de esperar dos meses.
Colgó el auricular. Okigbo
siguió jugando con su plastilina hasta que le pareció que los monitos estaban
lo suficientemente bien esculpidos para llevarlos a su próximo seminario
intitulado Forma y
representación: de la Venus de Willendorf a las “cuchibarbies” de Medellín y la
estética trasvesti.
También llevaría, como es de esperarse, un orinal y la rueda de una bicicleta.
Pardeaba la tarde con frío en
la universidad desierta a esas horas. Okigbo acomodó los monitos de plastilina
en clara alegoría a la danza de Henry
Matisse. Los vio un momento. Los contempló con la esperanza de que de pronto
comenzaran a moverse, a bailar en círculo al compás de una música norafricana y
entonces escalara, por el aire, la risa de los que bailaran tomados de las
manos. O, mejor dicho, los vio con la esperanza de que sus monitos de
plastilina tuvieran esa magia de los cuadros y esculturas de Matisse que nos hacen
sentir que ahí, en la danza, está toda la alegría de la solidaridad al final de
la jornada. Imaginó que reían, que el monito azul le hacía una caidita de ojos
al monito amarillo, que el monito rojo apretaba con un poco más de fuerza y
ternura la mano del monito violeta. Y luego dejó que siguieran bailando, tomó
la arpilla con zarzamoras que había llevado al trabajo por si le daba hambre,
su diario, y salió a caminar, renqueando, rumbo al río.
Sólo se escuchaba el sonido
de las hojas. Todo el pueblo en paz, guarecido del frío dentro de sus casas. O
casi todo. Y Okigbo imaginó que los pordioseros de Iowa, que los vagabundos que
se habían vuelto locos en las guerras de Corea y Vietnam, le prendían fuego a
un bote de basura, se tomaban de las manos y comenzaban a cantar y a bailar en
círculos.
Escribió en su diario:
“¿Dónde reside el milagro? Yo
puedo imaginar que mis monitos de plastilina ríen, su historia, puedo pasar
horas conversando con ellos, puedo imaginar que representan a estos vagabundos
que desde que volvieron de la guerra viven aterrados y buscan los recovecos de
las calles donde el viento los azote con menos fuerza… pero cómo hacerles
sentir a los veteranos que son ellos mismos, cómo hacerle sentir a cualquier
persona que es ella misma la que baila: eso es lo que logra Matisse…”
Okigbo llegó al río –casi
desierto de patos, pero con un par de ranas– cuando había comido una cuarta
parte de sus zarzamoras y los dedos de su mano izquierda, sin guante, estaban
helados. Consta en sus escritos que siguió meditando sobre el milagro de la
representación, en el misterio que encierran ciertas formas –las formas del
arte– que son capaces no sólo de transmitirnos un sentimiento dado sino que,
de algún modo, nos sacan de nuestra soledad, de nuestra monotonía y nos
vinculan de vuelta con el resto de los seres humanos. “¿Será que”, escribió en
su diario luego de observar con detenimiento una rana, “como en el cerebro de
estos anfibios, donde se disparan cascadas bioquímicas al ver la imagen de una
mosca, en nosotros se despierta algo cuando vemos una obra de arte, como si ya
estuviera enhebrado en nuestras redes neurológicas?”
Luego tomó una piedra plana
con la intención de arrojarla y hacer, por primera vez en su vida, los
populares “patitos”. Pero en eso sintió una mirada y la guardó en el bolso de
su abrigo. A unos cuantos pasos, sobre la vera del río, un pordiosero lo
observaba con sus harapos ondeando al viento. Okigbo se acercó a él. Le convidó
de sus zarzamoras. Dijo:
–¿Cómo es posible que sienta
tu mirada?
–¿Qué?
–Sí, sí, sí, ¿cómo es posible
que, sin verte, sienta que me miras y vuelva mi rostro? ¿No es increíble? –preguntó
Okigbo sonriente, tocando su mano.
–¿Qué? ¡Pinche negro loco
hijo de puta! ¡Maricón! –respondió el pordiosero, desde otro razonamiento
filosófico, obviamente, y se marchó con la arpilla de zarzamoras.
Ahí se dio la primera
revelación, misma que sería sacudida, pero no eliminada, por los
descubrimientos en Cadaqués. Okigbo escribió ahí mismo en el río:
“¿Por qué somos capaces de sentir
una mirada? Cuan-do estamos en un café, o de pie en la acera esperando el
autobús urbano, y alguien nos mira, ¿cómo es posible que sintamos su mirada y
entonces volvamos el rostro para encontrar sus ojos? Sentimos la mirada siempre
que nos miran, como las ranas, ¿o sólo cuando aquel que nos mira comienza a
pensar en nosotros, a imaginarnos, a sentirnos como seres humanos? La mirada,
como el arte, es una ruptura que nos saca de nosotros mismos para encontrar al
otro.”
Okigbo estornudó (asunto
revisable por las manchitas sobre las hojas de su diario). Habría tenido
helados los dedos de su mano izquierda y caminó a casa con su piedra que no
hizo “patitos”. El diario ya no registra más anotaciones al respecto pero su
reflexión continúa en el seminario. Ahí habla de cómo el arte que más nos
conmueve no procura esto por su forma estética o por lo bonito que se vea, como
la rueda de bicicleta de Duchamp, sino por la ruptura que provoca sobre la monotonía
del orden establecido: “igual que una mirada en un café nos saca de nuestra
cotidianidad, el arte rompe con lo social para invocar nuestra naturaleza
humana”.
Para el Dr. Richardson
‘Ndajeé ése es el nacimiento de las artes plásticas. Y si bien no podemos saber
si la autora de la Venus de Willendorf
o las mujeres que plasmaron su mirada en las pinturas rupestres de San Ignacio
o Altamira buscaban romper con la monotonía, bien podemos estar seguros que eso
era lo que motivaba a los impresionistas franceses, a los dadaístas, a los
cubistas, etcétera. Indudablemente Van Gogh habrá querido vender alguna de sus
obras, pero el hecho de no lograrlo no impidió que siguiera pintando de la
misma manera: nunca traicionó su propia mirada para ser aceptado en los
círculos comerciales, porque eso sería traicionar su propia vida. “Cada estilo
es una mirada; la mirada clara, la que nos sacude, eso es el arte”, dijo Okigbo
al final de su seminario en la U. de Iowa.
Pero luego fue a Cadaqués, previo permiso de
la universidad pues aún no tenía su tenure.
Llegó al anochecer. Un
muchacho de lentes obscuros pasó por él al aeropuerto de Barcelona. Le dio una
peluca. Un juego de ropa. Todo, por suerte, sin estrenar. Y en una curva de la
carretera en medio del bosque, le instó a ponérselos mientras él hacía lo mismo
con otra peluca y otras prendas. Luego salieron del automóvil y, al momento,
un Fiat se detuvo sin apagar la marcha y de éste salió otro muchacho con lentes
obscuros y peluca quien, sin saludar, tomó el volante del primer automóvil mientras
Okigbo y su anfitrión se introducían en el Fiat y reanudaban su camino.
Cambiaron de carro, de peluca
y de ropa, en tres ocasiones más antes de llegar a Cadaqués.
Por supuesto, no se
detuvieron frente a la puerta de la residencia (ahora museo), sino a un par de
cuadras por la calle de atrás y anduvieron por pasadizos y puertas falsas entre
las casas blancas hasta llegar a un túnel que los sacó, bajo la sombra nocturna
de los olivos, al huerto trasero de la residencia.
–¿Míchter Chícharchon? –dijo
una voz conocida con un bolígrafo en los dientes.
Okigbo inclinó la cabeza en
señal de asentimiento.
El muchacho de gafas obscuras
tomó la rama de una ortiga y la levantó para mostrar una escalera que daba a
otro pasadizo subterráneo. Entraron. Okigbo observó los pasos cansados de su
amigo, la mano temblorosa en el barandal. Imaginó sus bigotes puntiagudos.
Al final de la escalera había
un salón lleno de gente que, conforme el Dr. Richarson ‘Ndajeé fue acostumbrándose
al resplandor de la bombilla, fue reconociendo. El muchacho de gafas había desaparecido.
Su amigo se quitó el bolígrafo de la boca:
–¡Querido Okie!
–¡Maestro! –respondió Okigbo
abrazándolo.
–No me digas así, Okie, somos
amigos, eres parte de la familia –respondió contento, luego continuó con
tristeza–… Y menos pensarás eso cuando sepas por qué te hemos llamado.
Y sí, todos en el salón
estaban muy serios; incluso la pareja de su amigo, que siempre había hecho gala
de su elegancia, parecía una criatura frágil en extremo.
–Ya estamos todos –dijo su
amigo y cada quien se sentó en una de las sillas acomodadas en círculo, sin
mesa de por medio–, confiamos en ti, Okie, estamos desesperados, nos
obligaron.
–¿Qué?
El anfitrión intentó explicar
con calma lo sucedido, pero uno de los presentes lo interrumpió:
–¿Tú crees que yo he querido
pintar gordos toda mi puta vida?, ¿y luego decir que no pinto gordos sino que
mi búsqueda es el volumen?
–Yo ni siquiera puedo usar
colores, todo al carbón. ¡Todo! Es desesperante –añadió otro.
–¡Pero al menos dibujas! –interrumpió
un muchachito muy guapo– Yo estoy obligado a hacer cuadros monocromáticos y a
decir que utilizo ¡los colores de la tierra!
–¿Y de qué me sirve dibujar?
–Gordos, puros gordos
hijueputas.
–¿De qué me sirve?
–¿Preferirías calcar tiras
cómicas? ¿Pintar latas de sopa? –gritó histérico otro bajo su peluca plateada y todos comenzaron a hablar a la
vez.
–¿Tener que presentarte
desnudo en las inauguraciones?
–¡Pero lo disfrutaste!
–Gordos, gordos hijueputas.
–¡Cómo crees que lo iba a
disfrutar!
–Seguro lo sufriste menos que
yo. ¡Yo estoy condenado a pintar números! ¡Toda mi vida! ¡En la misma posición!
–interrumpió otro con acento polaco.
–Eso no está tan mal: ¡yo
tengo que trabajar con basura!
–Pero al menos puedes cambiar
de posición.
–¿Y el pobre de Piero? ¡A
trabajar con mierda! ¡A enlatarla! ¡Su propia mierda! –gritó uno más.
–Gordos hijueputas.
–Marilyn Monroe, ¡qué horror!
–Y quién sabe a qué más lo
obligaron a hacer con su propia mierda. Pobre Piero. A punta de pistola.
–Pero cómo… –intentó
preguntar Okigbo.
–Y el pobre de Jack que
lloraba cada vez que tenía que hacer el ridículo en público aventando pintura
contra un lienzo.
–Afiches para el mundial de
futbol, ¡a sus años!
La gritería siguió hasta que
el anfitrión, con sus ojos chispeantes por encima de los bigotes, llamó al
orden. El Dr. Richardson ‘Ndajeé pudo preguntar:
–Pero cómo, ¿quién?
–Ay, Okie –respondió el
anfitrión–, piensa un poco: ¿cuánto vale una rueda de bicicleta? ¿Y cuánto vale
la rueda de bicicleta de nuestro querido Marcelito?
–¿A qué crees que me refiero
cuando hablo de los quince minutos de fama? –dijo el de la peluca plateada.
–¿Por qué crees que los casos
más atroces se dieron primero en Italia? Pobre Piero.
–Y después en Nueva York.
–Y luego en Colombia… gordos,
hijueputas gordos.
–Y aquí en España… piensa, querido
amigo.
Hubo un momento de silencio.
Alguien encendió un
cigarrillo.
Otro se comía las uñas.
–Yo pintaba en la calle –comenzó
a explicar el que traía una peluca de rastas– vendía mis cuadros a los
turistas, luego llegó un señor muy elegante y me pagó mucho dinero por uno y al
mes volvió y me dijo que me había organizado una exposición. Era un lugar
sofisticado y exclusivo. Yo estaba tan contento –comenzó a sollozar, se calmó
un poco–… me fueron diciendo que pintara de tal forma, que esos eran los que se
vendían más, ¡y era cierto! Y luego vinieron las subastas y yo vendía muchísimo
y estaba feliz y luego apareció el señor muy elegante con un par de gorilas en
la puerta de mi taller y… y… y…
Rompió en llanto.
–¿De quién crees que son las
casas de subastas, Okie? ¿Para qué crees que sirven?
“Estaba atónito”, escribió el
Dr. Richardson ‘Ndajeé en su diario, “observando sus caras de sufrimiento,
incrédulo”.
–Por supuesto hemos intentado
revelarnos, porque sólo pensar la esperanza nos hace sentir artesanos de la
utopía. Pero entre más ridículos somos, más nos aclaman los críticos y ellos tienen más ganancia.
–Y si pasamos el límite, ya
te imaginarás.
–Los estudiantes nos imitan,
solos se ponen la soga al cuello sin imaginar lo que les espera.
–Gordos hijueputas.
Okigbo salió de Cadaqués casi
al amanecer, conducido por otro muchacho con lentes obscuros y peluca, y con
la consigna de que, conscientes de que cualquier ataque frontal a la mafia
sería fatídico, desarrollara una nueva teoría estética que permitiera sacarla
de la jugada (misma que, como sabemos y se presentará en un capítulo posterior
de este libro, diligentemente llevó a cabo en su Estética del cariño). Al despedirse, su anfitrión dijo:
–Ve a Siurana, en la Sierra
de Prades, es un pueblo muy bonito –luego se volvió a colocar el bolígrafo en
los dientes.–Adioch, Míchter Chícharchon.
Okigbo fue a Siurana y le
encantó. Dos
días después, mientras deambulaba por las ramblas de Barcelona en busca de una
papelería para comprar plastilina y postales, se encontró con un joven pintando
unas acuarelas muy poco agraciadas: mostraban hombres con redes de pesca,
veleros, casitas blancas a la orilla del Mediterráneo. En eso… sintió una
mirada: sobre la acera de enfrente un hombre muy elegante los observaba con
detenimiento.
Okigbo compró la acuarela de
los veleros. Quién sabe, tal vez ese joven se volvería famoso dentro de algunos
años y con el dinero del cuadro podría pagarle los estudios a su sobrino
Lincoln.
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