Crónica de un pueblo poco anunciado
Hace exactamente un
mes se cumplieron 492 años de la fundación de la Villa de San Cristóbal de La
Habana. Yo tenía este breve escrito que quiere pasar por crónica,
“traspapelado” en una carpeta de la computadora. Ahora lo saco a la luz, no
sólo porque es mi forma de rendir un humilde homenaje a mi ciudad, sino porque el
texto aborda esos lugares intrincados de La Habana que no están en las postales
de souvenirs, pero que están, y estarán, y también merecen sus “puntos y
apartes”.
Casi todos, cuando
recuerdan a sus abuelos; o mejor, cuando recuerdan el ambiente que rodea a
estos seres imprescindibles en la vida de cualquiera, piensan en una casa muy
grande, de esas con puntal alto y mamparas. Y piensan también en olor a talcos
un tanto rancios; o en panetelas recién horneadas.
Mis recuerdos no
son tan bucólicos. Mis bisabuelos, aunque tenían los aristocráticos nombres de
Félix y Virginia, eran gente humilde de campo. Y no estamos hablando de puro e
incorruptible campo. Estamos hablando de La Salud, un pueblecito ubicado en las
afueras de La Habana, de puros e incorruptibles chismosos, situado a su misma
vez en Quivicán, municipio que tiene, en mi opinión, la tierra más roja de toda
Cuba, y donde las temperaturas en invierno bajan a niveles que remiten a la
Siberia, allá en la vieja URSS.
Ellos
murieron cuando yo era adolescente; prácticamente uno detrás del otro, como
corresponde a dos seres que se han querido mucho y no conciben la vida
separados. Yo no he podido olvidarlos. Y desde que nos dejaron, tampoco he
logrado abandonar la inefable sensación de tristeza que me invade a cada rato
cuando compruebo que ya no me quedan motivos para visitar La Salud.
Dentro
del habanero municipio de Quivicán, además de La Salud, están los pueblos de
Buenaventura, Cuatro Caminos, San Felipe, Santa Mónica, el Guiro Boñingal... A
pesar de tener nombres tan diferentes, todos son uno: en sus costumbres, en sus
quehaceres diarios, en la forma que tienen sus habitantes de ver la vida.
Estuve
becada en una escuela de Quivicán desde 1994 hasta 1997. Recuerdo que todavía
entonces, y eso era algo que yo venía observando desde que, de niña, visitaba a
mis bisabuelos, todas esas regiones estaban caracterizadas por un racismo
atroz. El Guiro Boñingal, por ejemplo, estaba dividido en el Güiro de los
blancos y el Güiro de los negros. En La Salud, localidad atravesada en toda su
extensión por la línea del tren que me transportó durante mucho tiempo a mi beca,
sus habitantes acostumbraban darle agua a aquellos muchachos de una manera
grotesca. Los más claritos tomaban en vasos de cristal; y los más oscuritos,
pues... en latica.
No
miento. Ojalá hayan erradicado esto, pero no creo que quince años sean
suficientes para truncar los malos hábitos de unas cuantas generaciones. De
cualquier forma, quiero ser indulgente y pensar que quizás esta especie de
sello distintivo de los quivicareños se deba al hecho de que, no sé por qué
razones antropológicas, hay en todos estos pueblos pocas personas de
color.
Lo
peor, sobre todo para sus fijos e inamovibles habitantes, es que por todos
estos contornos, se cumple al pie de la letra lo de que: “pueblo chiquito,
infierno grande”. No hay una sola casa en la que no se chismorree a diario, o
en la que no se le coloque a Fulano o Mengana un apodo como Chencha Chiforrove
o Norma La Patalarga.
A
las mujeres se les conoce por el nombre de los maridos. En La Salud hay dos Marías: María
la de Bolo y María la de Marcos. Estas mujeres cargan con los nombres de sus
esposos como apéndices no operables.
Sé
bien que no estoy contando nada nuevo, y que lo anormal sería que los pueblos
de campo no fueran así. Sólo que, cuando sales de estas regiones y llegas a la
Ciudad de la Habana, a pesar de todo tan franca y tan sana, sientes que has
visitado dos mundos completamente opuestos. Y es curioso como, a pesar de todo,
extrañas tanto lo que dejaste atrás y lo rememores como el paraíso perdido.
Porque, eso sí, la casa de mis bisabuelos, aunque era de madera reconstruida
después que la tumbó el ciclón del cuarenta y cuatro, olía a panetela recién salida del horno. Y, aunque no era tan
grande, olía a talcos algo rancios. En fin, siempre estuvo ahí, asentada e
indestructible. Lo mismo que La Salud. Pues, como dice mi abuela, con un
lenguaje histórico-artístico que me hace pensar que en otra vida ella tenía una
gran cultura: “Mijita, el pueblo de La Salud existe, desde la época del
Renacimiento”.