TEMPORADA DE CELO
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Sólo llevamos dos días en la
casa cuando aparece Matt Kowalski. Por todas partes hay cajas de cartón recién
abiertas y por el suelo pilas de libros, de ropa, de platos y en general de
todas las innumerables e innecesarias cosas que uno posee sin saberlo y que va
arrastrando detrás de sí por el mundo. Es la época que llaman aquí el verano
indio y el aire parece pegarse a la piel, no paro de sudar mientras muevo cajas
de un lado a otro. El timbre suena y hago como si no lo hubiera oído, aunque sé
muy bien que Alex está metido en el estudio y no contestará, así que cuando
vuelven a insistir no me queda más remedio que secarme las manos húmedas en los
vaqueros, alisarme el pelo por encima y bajar a abrir.
Al abrir me lo encuentro
plantado frente a la puerta, sonríe enseñando mucho los dientes, y me da la impresión
de que ha estado ensayando. No puedo verle bien los ojos porque lleva unas
gafas de sol, de esas de color verdoso que estuvieron de moda en los ochenta,
pero me fijo en la barba canosa, muy recortada y en el pelo blanco. Debe tener
cincuenta y muchos, quizás incluso sesenta, pero va vestido con pantalón corto,
zapatillas y una sudadera gris. En la cabeza lleva una gorra azul en la que
pone en grandes letras blancas “NAVY SEALS”.
“Hola, bienvenidos, soy
Matt,” dice extendiéndome la mano, “Matt Kowalski, de la casa de al lado”.
Mientras le estrecho la mano hay algo en la manera en la que mira para abajo y
en cómo mantiene la sonrisa forzada que me hace pensar que preferiría cien
veces estar hablando con Alex, así que para fastidiarle sonrío también todo lo
que puedo y le contesto: “Gracias, gracias, yo soy Jude, mi marido no puede
bajar ahora, está montando muebles, ya sabes”. Por un momento se queda callado,
pero enseguida se resigna, y se pone a soltarme el discurso que trae preparado,
trabaja en defensa, dice, y me choca que no diga soy militar, o estoy en el
ejército, sino que use exactamente esas palabras: “trabajo en defensa,” como
queriendo que queden flotando en el aire, sugiriendo algo, quizás dándose importancia
o quizás no. Lleva casi treinta años aquí y ha visto el barrio formarse, “un
barrio estupendo, gente estupenda todos”, “por cierto, ¿de dónde son ustedes?”,
pregunta, “seguro que estarán encantados aquí, todos muy buenos vecinos, un
ambiente fenomenal”. “¿Son católicos?”, “él sí”, subraya enseguida, “muy católico”,
hay una iglesia fantástica aquí al lado en la que estarán felices de
recibirnos. “Claro, claro”, contesto mintiendo descaradamente, “cualquier día,
por qué no, muchísimas gracias, sí, por supuesto le diré a Alex que ha pasado a
saludar, le encantará conocerle, seguro que sí.”
Pasan unas semanas y sin
quererlo, un poco como el cerco que deja una mancha de agua al secarse, va
apareciendo el dibujo de la que será nuestra vida aquí. Todos los días hago el
esfuerzo de levantarme con Alex, nos sentamos junto al ventanal de la cocina y
vemos cómo van despoblándose los árboles, cada día el recuerdo del verano más
lejos, cada día más cerca del frío. Sé enseguida cuando Alex quiere sexo, ha
aprendido y ya no lo pide con esa brusquedad infantil que tenía al principio.
Lo noto en la forma en que deja el café en cualquier sitio, y desliza su mano
por mis hombros, suavemente, como dándome un masaje. Baja por mi brazo, me
agarra la mano y después recorre mis muslos de afuera adentro. No dice nada,
pero tampoco me escucha, como si en su cabeza sonara una música que yo no oigo.
Cuando me siento generosa le cojo de la mano y lo llevo tras de mí de vuelta a
la habitación. Me gusta recorrer el pasillo iluminado por el sol de la mañana,
así de la mano, como si fuéramos niños jugando. A veces le dejo entrar dentro
de mí. La capacidad de excitarme parece haberme abandonado hace mucho, pero no
me importa demasiado, me gusta tener a Alex muy cerca, oler su olor a tostada y
a café, y quedarme muy quieta apretada, mientras se pega a mí. Otras veces,
prefiero que no me toque, y le pido que se quede de pie mientras le masturbo
despacio, mirándole en silencio, dejando que el tiempo pase de largo.
Cuando Alex se marcha, me
quedo mirando mientras su coche desaparece calle abajo. Todavía me resulta
extraña la sensación de tener todo el día para mí, tan nueva, tan distinta de
nuestra vida anterior, y suelo deambular por la casa vacía, sin saber muy bien
para qué, pongo la radio, limpio los platos, me hago otro café. Como un chicle
en la boca, voy estirando el tiempo, dándole vueltas de un lado a otro,
disfrutando su sabor casi desconocido.
Antes o después acabo sentada
en mi mesa. Finalmente he instalado mi despacho en la habitación de la esquina,
porque es la más tranquila y la más luminosa de la casa, pero también porque
desde sus dos ventanas controlo mi pequeño mundo, a la izquierda la casa de
Matt Kowalsky, medio oculta entre los abetos, a la derecha la de Samuel y
Hellen Goldstein, mis vecinos abogados, con su falsas columnas coloniales, un
poco más adelante en la curva de la carretera la de la vieja señora de Virginia
de toda la vida, Molly, Dolly, o cómo se llame.
Es extraño sin embargo, todo
ese tiempo por el que antes suspiraba, ahora parece aplastarme, dejándome sin
fuerzas, sin pulso. Todas esas palabras que parecían fluir imparables en mi
cabeza, listas para escribir, se han secado de repente. Cada día, puedo sentirlas
en la punta de la lengua, tensas como un gatillo a punto de disparar, preparadas
para hundirse como un cuchillo en la realidad, cortantes pero a la vez brillantes,
hermosas y precisas. Cuando entrecierro los ojos, puedo verlas flotando,
conformando el poema perfecto, el que dirá exactamente lo que quiero y será
triste y alegre, emocionante e inolvidable, todo a la vez. Pero basta que abra
los ojos y mire al teclado para que se esfumen y sólo quedemos yo y la
pantalla, con su parpadeo insoportable.
Me digo que no pasa nada, que
es normal, que, no aunque no pueda verlo, el libro está creciendo dentro de mí.
Como una fruta en invierno o como un bebé que ya llevas dentro pero que aún no
se mueve. Pienso que lo único que tengo que hacer es seguir allí sentada día
tras día, no dejarlo y aguantar, porque antes o después llegará el momento adecuado.
Ni siquiera me he atrevido a
sacar mis libros. Los dejo allí en el garaje, encerrados en sus cajas de cartón
ya húmedas, quizás pudriéndose. No quiero que sus palabras me contaminen, me
distraigan, me enreden como tantas otras veces. No, sólo hay que esperar, dejarse
llevar, dejar que el tiempo me atraviese como una corriente de aire.
Entretanto, no hay mucho que hacer, así que pongo música, y miro por mi
ventana, observo y me divierto jugando a La
ventana indiscreta.
Lo bueno es que mirando se aprende.
Al principio tengo la impresión de vivir en el decorado de una de esas
películas postapocalítpicas en las que un ataque nuclear o un virus mutante han
acabado con el noventa por ciento de la población del planeta. Miras y no ves
nada, las casas de mis vecinos, las ramas de los árboles que se mecen al
viento, si hay suerte un par de ardillas aventurándose sobre el césped. Pero en
realidad sólo es cuestión de tener paciencia, algo que me sobra en este
momento. Poco a poco empiezas a percibir los ritmos ocultos que no habías
detectado a primera vista: la chica que pasa haciendo footing todos los días a
las once, el cartero con su furgoneta enana y algo ridícula, el jubilado que
pasea al perro. Basta mirar para que emerja una imagen, quizás más sutil, más delicada
que las que has conocido en otras partes, pero igualmente viva y misteriosa.
Sí, mirando se aprende mucho.
Aprendes por ejemplo que Samuel y Hellen son workaholics, que salen muy
temprano con los niños todavía medio dormidos y no regresan hasta que se ha
hecho de noche, ella primero en el BMW, él más tarde en el Gran Cherokee, justo
a tiempo para acostar a los niños y relevar a la niñera salvadoreña. Aprendes
que deben pasarse la vida comprando porque es raro el día en que no para en su
puerta la camioneta de UPS o el repartidor de Whole Foods. Aprendes también que
Matt Kowalski va y viene muchas veces al día, a menudo cargado de bultos y
paquetes grandes y sin saber por qué das por hecho que será aficionado al
bricolage, a la jardinería, a la mecánica, que en su garaje tendrá todo tipo de
herramientas y que se quedará hasta tarde arreglando una lámpara, montando
estanterías y cosas así. Y te preguntas qué clase de trabajo es ese que tiene
en asuntos de defensa que le permite tanta flexibilidad, o que le obliga a
salir cuando ya ha caído la noche, y detrás de las ventanas se intuyen las
familias cenando, y los televisores encendidos.
Un día descubres también que
Matt no vive sólo. La ves de repente pegada a la ventana, arropada en una bata
azul, con el pelo blanco y la mirada perdida. Asumes por supuesto que es su
mujer, que debe de estar enferma, o tener un problema de movilidad, quizás
algún tipo de dificultad en las piernas, o quizás sencillamente esté deprimida.
Otro día aprendes que todavía hay alguien más, una chica joven, que baja dando
saltitos a dejar la basura. Y cuando regresa a la casa subiendo el caminillo en
el que Kowalski ha colocado una especie de farol de piedra falsa que debe haber
comprado por catálogo, te fijas mejor y ves que, la chica es asiática, y deduces
que debe de ser la cuidadora de la mujer. Y entonces todo adquiere sentido, la
mujer está muy enferma, y la chica seguramente llegue muy pronto, posiblemente
cuando todavía estás en la cama, oyendo la alarma del móvil y dándole al botón
que dice retrasar. Mientras que Matt es un marido devoto que regresa en medio
de la jornada para ver cómo está su mujer, y por las noches lleva a la asiática
de vuelta a su casa, donde quiera que esté. Se aprende mucho mirando.
“¿Queréis oír mi teoría?”,
dice Sam echándose para atrás en la silla, un brazo sobre el respaldo, mientras
levanta su copa de vino con la izquierda. “¿Queréis oírla?”, repite, haciendo
una pausa para dejar bien clara la importancia del momento. Se está bien en el
salón de los Goldstein, todos hemos bebido bastante y ya sentimos ese punto de
ligereza que da el vino, sobre todo cuando es tan bueno como el Pinot Noir de
Sam, así que Alex y yo contestamos a la vez: “Sí Sam, venga, cuenta, cuenta”. Y
según lo digo, reparo en que Helen no ha abierto la boca y que probablemente
preferiría que él no hubiera dicho nada. Sin duda ella ya le ha oído mil veces
y sabe que lo que va a decir, sería mejor callárselo, olvidarse del tema y
seguir riéndonos de cualquier otra cosa. Pero ya es demasiado tarde, Sam ha
dicho lo que ha dicho y ya no se pueden borrar las palabras, además, se nota
que está disfrutando con la expectativa que ha creado, por lo que no le presta
la menor atención a su mujer, y anuncia solemne: “Pues, mi teoría, mi idea, es
que él lo mató, vaya, que Matt se lo cargó, así de sencillo y por eso ella
intentó suicidarse”. Hace una pausa brevísima y prosigue: “No os olvidéis que
él estuvo en uno de esos cuerpos de operaciones especiales, así que experiencia
no le falta, y además esos se ayudan entre ellos. El chaval debía ser un
pringado y por eso la noticia no ha salido en ningún sitio. Lo habrán tirado en
lo más profundo de un bosque y estará ahí pudriéndose, ya veréis como no vuelve
a aparecer”.
Y todos nos quedamos
callados, y nadie dice “qué locura”, o “pero ¿qué dices?”, ni siquiera nos
reímos. A lo mejor porque en el curso de la cena nos hemos enterado de muchas cosas,
cosas que imaginábamos y otras de las que no teníamos ni idea. Los Goldstein se
mudaron aquí desde Boston hace unos nueve años, cuando Matt y su mujer llevaban
ya más de veinte en el barrio. Nunca han tenido problemas con ellos pero tampoco
dirían que son amigos, de hecho, nunca les han invitado a su casa. Pero casi
diez años dan para bastante, han visto cosas y han oído otras, sin hacer nada,
simplemente han ido hilando lo que les ha llegado, es inevitable. Matt Kowalski
trabaja en efecto en temas de inteligencia militar, “es de la CIA, eso está
clarísimo”, ha dicho Helen riéndose. Cuando llegaron al vecindario, Matt
todavía viajaba mucho, aunque nunca decía adónde, viajes repentinos, a veces
una semana, otras un mes entero, “Te dabas cuenta enseguida porque bastaba que
él no estuviera para que Therese, su mujer, saliera al jardín y se pusiera a
cortar las flores y a plantar, y estaba claro que de alguna manera disfrutaba
de las ausencias de su marido. Aunque si le preguntabas dónde estaba Matt, te
respondía con evasivas, ya sabes, de trabajo, no debería tardar mucho, por lo
menos esta vez no. Y de pronto, un día, todavía en su primer año aquí, Matt no
volvió sólo”.
Tardaron un poco en
enterarse, ha continuado su relato Helen, porque “como habréis notado, Matt
siempre ha sido un poco secretista”, pero a la semana o así, Therese llamó a la
puerta y cuando abrieron allí estaba también Lily, todavía una niña. “Viene de
Corea”, les dijo Therese, “y se va a quedar con nosotros”. Cuando lo dijo
realmente parecía feliz, y Lily era una monada, muy tímida, pero aparentemente
contenta, así que los Goldstein se alegraron de que Matt y Threrese por fin
hubieran conseguido ser padres. Y bueno sí, puede que Matt hubiera utilizado
sus contactos y su trabajo, para acelerar la adopción, “Pero no es que eso
importara mucho, ¿no?, pensamos que la niña estaría bien con ellos, al fin y al
cabo esto es América...”. “Hasta nos pareció que era muy bonito que Matt le
hubiera hecho ese regalo a Therese, es decir siempre habíamos tenido la
impresión de que ella estaba un poco relegada, que eran un matrimonio muy a la
antigua, pero fíjate a lo mejor lo que pasaba todo ese tiempo es que Therese
estaba triste por este tema, y Matt, bueno, pues había cruzado el mundo y había
regresado con lo que más podía querer Therese, si lo piensas era todo bastante
romántico, un poco como un cuento...”
“Pero no salió tan bien”,
Helen no ha parado de hablar ni un momento, con esa forma tan suya de mirarte
con los ojos muy abiertos y mostrar las palmas de las manos cada vez que
termina una frase, como si dijera: así fue y así te lo estoy contando, no hay
más. Sam se ha limitado a asentir cada pocos segundos, apoyando las palabras de
su mujer. “No, no salió cómo esperábamos. La niña era especial, eso lo vimos
enseguida. No era como los demás niños que enseguida están corriendo y gritando
por ahí. Ella era muy callada, muy tímida. En verano se sentaba allí afuera con
su cuaderno y podía pasarse medio día sin moverse del sitio, y si te acercabas
siempre la veías como ida, mirando algo muy fijamente, observando, sólo que
cuando intentabas averiguar qué era lo que miraba tanto te dabas cuenta que
eran cosas absurdas como un árbol o el asfalto. En serio, una vez se pasó toda
la tarde pintando con ceras y cuando saqué la basura le pedí si podía ver lo
que había pintado, y me enseñó una hoja cubierta de arriba abajo de gris, y
cuando le pregunte qué era, me dijo: “¿estás ciega?, es la calle.”
“Aunque en realidad tampoco
nos extrañó que fuera un poco rara. Ya era mayor cuando llegó y vete a saber
las experiencias que habría tenido allí en China.”
“En Corea, es de Corea”, ha
puntualizado Sam por primera vez, “Bueno lo que sea, quiero decir que siempre
lees por ahí que estos niños tienen traumas y esas cosas. Pero tampoco es que
fuera agresiva ni nada de eso, sólo que hablaba poco y parecía estar siempre en
otro sitio. Además se veía claramente que ella y Therese no encajaban, a veces
ves esos niños adoptados con sus nuevos padres, y aunque sepas perfectamente
que son adoptados da igual, los miras y tienes que reconocer que se parecen, ya
sabéis lo que digo... Bueno, pues en este caso no era así, para nada, como
mucho podrías pensar que Therese era una especie de amiga de la familia o algo
parecido, pero de ninguna manera su madre, se veía claramente que no conectaban...
De hecho casi daba un poco la impresión de que a Therese en el fondo no le
hubiera hecho tanta gracia que apareciera la niña. Con Matt era distinto, él
estaba entusiasmado con Lily, siempre estaba regalándole cosas, siempre pendiente
de ella.”
“Dónde sí fue siempre muy
bien fue en lo del colegio. Ya sabéis que dicen eso de que los chinos...”
“Lily es coreana,” ha
repetido bajito Sam.
“¿Qué más da?, lo dicen de
todos los asiáticos en general, por eso de que tienen más inteligencia abstracta
por escribir con símbolos y eso hace que sean buenísimos en matemáticas. Pues
ella fue así desde que llegó. Todavía hablaba regular el inglés y ya en el colegio
no se creían lo rápida que era. Por lo visto le daban problemas para niños
mucho más mayores y te los resolvía en un segundo. Se le daba fenomenal, una
vez hasta la llevaron a una de esas olimpiadas infantiles, lejísimos, en
Minnesota o en Milwaukee o un sitio así, y ganó el segundo premio, y no tuvo el
primero porque no le dejaron competir en la primera categoría porque aún no
había cumplido doce años.”
“Pero siempre siguió siendo
igual de introvertida, a lo mejor incluso más con los años. Cuando nosotros
tuvimos a los niños, la llamábamos de vez en cuando para que nos hiciera de baby sitter, y no había manera de
sacarle nada, le preguntabas por cualquier cosa y te contestaba sí o no y ya
estaba, mejor que no quisieras saber más porque no te lo iba a decir. Era encantadora
eso sí, y seria, podías fiarte ciento por ciento que sabías que no ibas a
llevarte ningún susto. Aunque había algo que te decía que las cosas no iban tan
bien, parecía triste o asustada, o ausente, no sé explicarlo mejor... Además,
con el tiempo veíamos menos a Therese, una vez se fue a cuidar a su madre que
se estaba muriendo, y no volvió por lo menos en tres meses, y luego le dio
lumbalgia en la espalda, y a partir de entonces le cuesta moverse y sale mucho
menos.”
“Pero nos estamos enrollando
demasiado. El caso es que hace un año la admitieron en Yale, imagínate, estaba
feliz, normal, ¿no? Ir a Yale y además escapar de esos dos pesados, fantástico.
Vino a contárnoslo un día, y me sorprendió porque ella nunca ha sido muy
comunicativa... Pero vino y yo estaba ocupada en la cocina y subió las
escaleras y me lo soltó: Vas a flipar, dijo, ¡me han cogido en Yale!, y me dio
un beso y todo, y claro yo me alegré por ella, porque siempre me dio un poco de
pena, todo el tiempo sola en esa casa con esos dos viejos.”
“Bueno pues poco después, un
día que era domingo, estábamos tirados por la noche viendo la tele, cuando
oímos unas sirenas, muchas a la vez y potentes. Nos asomamos a la ventana y
vimos llegar a casa de Matt por lo menos tres o cuatro coches de policía y una
ambulancia. Salieron un montón de paramédicos y de policías y se metieron en la
casa, y al rato reaparecieron con una camilla llevando a Lily desmayada y con
Therese a su lado, apretándole la mano. Imaginaos el lío, todo el mundo salió
de casa y llegó un montón de gente a ver qué pasaba, hasta aparecieron Martha y
Ted Franklin que viven en Kellog Road. Fue como de película, pero lo que más
nos sorprendió es que Matt no pasó de la puerta. Se quedó allí de pie, tan
tranquilo, mirando cómo salía la ambulancia y luego se volvió hacia los que
estábamos por ahí y dijo que no pasaba nada, que era algo que Lily había comido
y que estaba bien. Y después se metió en casa, cerró la puerta y eso fue todo.”
“Y ya no supimos nada más,
hasta que unos días más tarde me encontré a Therese haciendo la compra en
Safeway, y me extrañó porque como te he dicho en esa época ya casi no salía de
casa. El caso es que me la encontré, y como no sabía muy bien qué decirle...,
sólo le pregunté qué tal estaba Lily y que si había sido una intoxicación muy
grave. Y entonces fue ella y me dijo: Cariño, no ha tenido ninguna
intoxicación, Lily está embarazada. Me quedé de piedra porque no te lo imaginabas
de Lily, sólo tenía dieciséis años, y además no era del tipo de chica que anda
por ahí, no te pegaba para nada... Supongo que dije algo típico como qué va a
hacer o algo por el estilo y ella me contestó que al principio Matt estaba
furioso, ya sabes cómo es, pero que se le había pasado, y por supuesto que Lily
tendría el niño, después de todo es una bendición... ¿Y sabéis lo más gracioso?,
me dio la impresión de que en el fondo Therese estaba distinta, ilusionada, y
luego en el coche camino de casa, de repente me vino a la cabeza y me acordé de
que la única vez que la había visto antes así fue el día en el que vino a
presentarnos a Lily.”
Helen se queda callada así de
repente, y por un momento nadie dice nada como si necesitáramos un poco de reposo
para asentar tantas novedades y todo ese drama silencioso al lado de casa.
Finalmente, soy yo quien rompe el silencio y les pregunto quién es el padre. Es
una pregunta idiota, lo sé, pero por lo menos sirve para recuperar la
normalidad. Y Helen dice que es un chico del High School o algo así, y que ni
ella ni Sam le han visto nunca, ni una sola vez, por mucho que el niño ya tenga
diez meses. Sam sonríe, se sirve más Pinot, se echa para atrás y es entonces
cuando pregunta: “¿Queréis oír mi teoría?”
Zas, zas, zas, mis pies se
mueven adelante y atrás mientras corro sobre las hojas muertas. A pesar del
aire helado, me esfuerzo por mantener el ritmo, inspiro, expiro, inspiro,
expiro, inspiro, expiro. Lo importante es lograr el equilibrio completo, eliminar
toda brusquedad hasta alcanzar ese punto en el que el cuerpo parece flotar a
través del espacio mientras brazos y piernas giran a su alrededor en un
movimiento suave y circular.
Me muevo y no pienso, delante
de mí las piernas van solas, dejadas a su propia voluntad. Avanzo y no pienso,
mientras a los lados el bosque se convierte en un travelling borroso con la
banda sonora de mi respiración. Corro y no pienso, pero las ideas vienen a mí
como imágenes que estallan cuando menos te lo esperas. Brillan por un segundo
pero enseguida desaparecen arrastradas en el aire helado de noviembre. Sin
embargo, por mucho que parpadee y acelere, hay algo que no se desvanece, una
punzada que regresa una y otra vez, un pálpito que no me abandona.
En realidad llevo ya notándolo
muchos días, de hecho desde la cena en casa de los Goldstein. Me digo que no es
asunto mío, que no merece la pena ni preocuparse, que no es más que una
historia curiosa de las que hay miles en la vida de todo el mundo, triste posiblemente
pero más bien banal. Suele funcionar por un rato, pero luego estoy allí
lavándome los dientes, o a medianoche bebiendo un vaso de agua en la cocina, o
corriendo entre los árboles, cuando vuelve como un escalofrío espalda abajo.
Ese niño secreto en la casa de al lado, al que nadie ha oído llorar y nadie ha
visto nunca.
Una mañana, deben de ser las
diez. No se ve a nadie en la calle. Durante la noche ha helado y la hierba
parece cristalizada, como si fuera a quebrarse en cuanto la cojas. Todo está
tan callado que no necesito girarme para oír perfectamente cómo se abre la
puerta de los Kowaslki. Y allí está Lily bajando por el caminito con un montón
de cartones plegados en los brazos directa hacia el cubo de reciclaje. No sé
por qué me da por allí, pero de pronto yo también estoy levantándome, bajando
las escaleras, saliendo por la puerta.
“Hola”, digo, levantando la
palma de la mano como si ella no pudiera oírme.
“Hola”, responde Lily sin
saber si darse la vuelta o quedarse allí esperándome. Pasa un instante raro en
el que las dos nos quedamos calladas mirándonos la una a la otra en medio de la
calle. “Hola”, digo de nuevo, “perdona, me he quedado sin café, iba a salir a
por él, pero al verte pensé que a lo mejor podías dejarme un poco.” “Claro”,
contesta, “claro”, y sube hacia la puerta con esos pasitos suyos que no sabes
si anda, corre o baila. Hago trampa y en lugar de esperar a que me traiga el
café, la sigo a grandes zancadas. Lily me ve y se da cuenta, pero no se atreve
a decirme nada, así que me cuelo detrás de ella por la puerta entreabierta.
En la casa hace calor, un
calor malsano y sofocante que huele a radiadores y a cerrado. Lily desaparece
por la puerta de la derecha y enseguida la oigo abrir armarios y remover
cacharros. Dudo un segundo de más y al final me quedo parada en el hall. A la
izquierda, enfrente de dónde se ha metido Lily, hay dos puertas correderas de
cristal esmerilado amarillo. Están entreabiertas por una rendija minúscula, tan
estrecha que incluso pegando la cara sólo hay espacio para asomar un ojo,
guiñando el otro como si usara una cámara. El cuello se pone a latirme, bum,
bum, bum, pero del otro lado de la puerta sólo distingo sombras sobre sombras,
alfombras y sofás informes cubiertos con fundas. Sin pensarlo empujo la hoja
muy despacio con la punta de los dedos, hasta que puedo abrir los dos ojos y
mirar de frente. De pronto es como si alguien subiera la intensidad de la luz y
es entonces cuando la veo, detrás de los muebles amontonados de cualquier
manera, de las lámparas y de las macetas, al fondo, recortada sobre el brillo
de la ventana, una silueta. Está de espaldas, de frente a la ventana, y parece
bailotear a la pata coja, dando saltitos de un pie a otro, mientras mece un
bulto grande en los brazos que sólo puede ser un niño.
“Aquí tienes”, la voz de Lily
suena normal, pero yo siento que el latido del cuello se detiene de golpe y es
cómo si me vaciara y toda la sangre se me deslizara cuerpo abajo.
Casi sin mirarle cojo el
tarro con el café, le doy las gracias entre dientes y salgo marcha atrás, medio
tropezándome. La última imagen que tengo de la casa de Matt Kowalski es la
enorme cabeza de ciervo encima de la escalera que me mira con sus ojos vacíos y
negrísimos.
“Se calcula que en la
temporada de celo de este año morirán en todo Estados Unidos más de sesenta mil
ciervos, víctimas de accidentes y de los furtivos”, lee Alex enfatizando mucho
la voz para que me impresione la magnitud de la cifra tanto como a él. Son los
últimos días de noviembre y el sol de la mañana hace brillar el aire de la
habitación y las tazas de desayuno sobre la mesa, y hasta Alex resplandece en
la luz que refleja el periódico extendido ante él. Parece más joven que nunca
con su pijama de invierno, leyendo con la cabeza apoyada en la palma de la mano
y los dedos enredados en el pelo.
Todo es cálido, luminoso y
tranquilizador, pero la frase se queda flotando entre nosotros como una extraña
amenaza y en la boca del estómago se me pone una sensación de náusea que ya no
me abandona.
Durante todo el día, en el
coche, haciendo la compra o sentada en el escritorio, una y otra vez me vuelve
la imagen de esos sesenta mil ciervos desangrados, una hilera infinita sobre el
asfalto de una carretera serpenteante entre árboles, el pelaje encharcado en
sangre, los ojos muertos, perdidos, tan negros como los de la cabeza que cuelga
sobre la escalera de Matt Kowalski.
Y cuando esa noche hago el
amor con Alex, cierro los ojos, aprieto sus nalgas contra mí lo más fuerte que
puedo y repito su nombre muchas veces, pero no sirve de nada, porque en mi
cabeza, muy dentro, resuenan sin parar otras palabras llegadas de no se sabe
dónde: “las hembras sin celo no pueden tener hijos, las hembras sin celo no
pueden tener hijos”.
Después del día del café no
vuelvo a acercarme a la casa de al lado, pero un par de veces sorprendo a Lily
mirando hacia la mía. Llega hasta la calle y se queda allí parada con los
brazos cruzados y su forro polar azul celeste, mirando fijamente mi ventana,
como si me dijera: venga sal ya, sé que estás allí.
A la tercera me acerco a la
ventana, levanto el cristal y le digo hola agitando la mano. Lily frunce el
ceño un momento, como si le costara creer lo que ve y entonces me devuelve el
saludo con la mano, sonríe y vuelve a meterse en casa. A partir de entonces se
convierte en nuestro pequeño juego secreto y varias veces, cuando Lily sale por
la puerta, yo ya estoy detrás de la ventana esperándola.