jueves, 25 de mayo de 2017

"Okigbo," según Jorge Volpi


OKIGBO



Jorge Volpi


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Estaba un día Okigbo dando un paseo por la Ciudad Vieja, temeroso de que alguien  fuese a reconocerlo —se había dejado la barba y venía ataviado con un gorro tejido de tres colores—, cuando vio a la distancia una puerta entreabierta. Okigbo sintió que se le saltaba el corazón: había perdido la cuenta de la última vez que había estado rodeado por libros desde lo que los medios occidentales llamaban su “desaparición”. El Dr. Richardson ‘Ndajeé —no echaba de menos que ya nadie lo llamase así— suspiró para sus adentros y, avanzando en zigzag, se introdujo a través de la puertecilla de madera. En el interior, más un cuchitril que uno de esos espacios neutros y agobiantes en que se habían convertido las escasas librerías que quedaban en Occidente —cómo detestaba siquiera pensar esta horrenda palabra—, había cientos de volúmenes añosos, apolillados, mezclados sin ningún orden. Okigbo sintió una felicidad inusitada al darse cuenta de que no sería presa de ninguna clasificación forzosa —ficción vs. no ficción; literatura ordenada por la lengua en que había sido escrita; la abúlica serie alfabética— sino ante el puro azar o más bien la pura suerte que había conducido esos ajados ejemplares hasta este oscuro rincón del planeta. Una lágrima escurrió por su mejilla cuanto tomó el primer volumen de una pila —una maltrecha edición en croata de Alain Badiou— y se puso a ojearlo con frenesí, como si el dueño del local, un anciano de barba blanca y la piel curtida por el sol, fuese a arrebatárselo. Quién sabe cuántas horas pasó allí Okigbo, husmeando entre montones de libros, mientras el anciano roncaba o fingía roncar en su silla de bejuco, pero le pareció que muy pronto se hizo de noche. Temeroso de que fuese la hora del cierre, Okigbo tomó intempestivamente otro librito que asomaba en una de las estanterías del fondo y casi le dio un paro cardíaco cuando leyó la carátula que en el centro lucía una mancha de café: Okigbo, decía el título, y arriba de él aparecía el nombre de quien debía presentarse como su autor: Luis Felipe Lomelí.[1] Al Dr. Richardson ‘Ndajeé le temblaban las manos cuando se acercó al anciano, que ya no dormía sino veía en secreto una telenovela libanesa, pero se armó de valor, extrajo de su bolsillo unas cuantas liras arrugadas y se las entregó. A Okigbo le pareció entrever una sonrisa maliciosa, si acaso no perversa, en la boca del librero cuando por fin se decidió a abandonar el local. Lo más rápido que pudo se adentró en la ciudad, rodeó el zoco, dobló varias veces sin previo aviso, como si intentase despistar a un hipotético espía que lo siguiese, y por fin se encerró a cal y canto en su habitación. Decir que Okigbo pasó toda la noche leyendo Okigbo sería un eufemismo: no sólo leyó una, dos, tres veces el ejemplar manchado de café, sino que lo estudió, lo devoró, lo memorizó, horrorizado con lo que ahí encontraba. ¿Quién era ese Luis Felipe Lomelí que se presentaba como autor del libro, al menos en la cubierta, pero que en su interior decía ser apenas el “corrector de estilo” de la obra? No creía haber escuchado nunca ese nombre en el sinfín de universidades y centros académicos respetables que había recorrido a lo largo de su vida. De seguro tras ese nombre se ocultaba un investigador chapucero o, peor aún, un malicioso escritor de ficciones. Lo que descubrió Okigbo en Okigbo era que alguien se jactaba de conocerlo mejor de lo que él se conocía a sí mismo; que alguien, ese Lomelí o quien se ocultara tras su ridículo nom-de-plume, se había apropiado de su vida, o al menos lo había intentado, contando cientos de episodios que en efecto había vivido, reproduciendo —sin autorización— citas y materiales de sus conferencias y de sus propias publicaciones académicas y, lo que es peor, exhibiéndolo sin pudor alguno. No es que el susodicho Lomelí mintiese, era algo más terrible: aunque los hechos expuestos fuese verídicos —nadie mejor que él para atestiguarlo— estaban escritos con un estilo que no dudaría en llamar ambiguo o pendenciero, debido al cual resultaba imposible saber si Lomelí no hacía otra cosa más que burlarse de él en cada página —y de paso de un sinfín de sus colegas progresistas, ecologistas, críticos poscoloniales, anarquistas, anticonformistas, neomarxistas, neolacanianos y neozizekianos— o si se limitaba a glosar sus obras y sus triunfos desde una no confesada admiración. Okigbo recordó la conferencia que impartió en alguna ocasión en la Universidad de Nuevo León, “Prolegómenos al encuentro de Don Quijote con Don Quijote”, y se dio cuenta de que Lomelí, o quien se ocultase tras este turbio nombre, además de desprestigiarlo lo plagiaba. Peor aún: lo plagiaba mal y con descaro. ¿Qué clase de libro era Okigbo?, se preguntó Okigbo. ¿Una biografía, una novela, una sátira al modo de Johnatan Swift o un vulgar panfleto en su contra? El Dr. Richardson ‘Ndajeé tenía que confesar que, como estilista, el tal Lomelí no era de los peores: el relato de su vida lo había mantenido no sólo entretenido, sino que le había arrancado más de tres carcajadas, y a la vez lo había hecho reflexionar sobre el cúmulo de saberes que había discutido en su carrera pasada. “No es un mal libro”, se dijo Okigbo, aunque la incomodidad de verse retratado y exhibido le sacase unas cuantas ronchas. ¿Qué hacer ahora? ¿Denunciarlo, perseguirlo? Desde su “desaparición” se había prometido no volver a cruzar palabra con sus detractores y enemigos, ese era su más auténtico proyecto político y estético hasta ahora, desvanecerse y mantenerse en silencio, dejar que los otros especularan sobre su destino, y de pronto venía este Lomelí a incordiarlo. No, no cedería. No volvería. Es más: saldría cuanto antes de ese pueblito que lo había acogido y se marcharía a la brevedad posible a otro lado. No cedería al impulso de escribir Metaficción en las obras de Aira, Piglia, Okigbo y Lomelí y su impacto en la narrativa latinoamericana posconflicto. No: la mejor forma de continuar con su carrera y su proyecto, con esta deconstrucción final de los saberes y poderes del mundo, consistiría en escribir, más que una réplica al infame libro de Lomelí, una continuación de sus memorias. Igual que Cervantes venció al infame Avellaneda escribiendo la auténtica segunda parte de su libro, él aplastaría ahora a su rival tramando otro Okigbo, un Okigbo escrito por el propio Okigbo Richardson ‘Nadjeé, en el que falsificaría todos los hechos de su vida, en el que retorcería cada uno de los episodios de su infancia, su juventud y su vejez hasta su “desaparición”, y lo firmaría, sí, como Luis Felipe Lomelí, de modo que circulasen en el mercado dos Okigbos, uno que narrase con acierto e ironía sus verdaderas aventuras, y otro con respeto y nostalgia su falsa biografía. Así, los lectores jamás podrían saber qué era real y qué mentira. Okigbo paladeó su brillante idea y, comenzando a empacar los pocos objetos que había llevado hasta esa ciudad en el desierto, comenzó su apócrifo Okigbo con estas palabras: “Estaba un día Okigbo pelando una papa orgánica de su huerto…”[2]



  











[1] Okigbo estaba convencido de que se trataba de un seudónimo pero, ante la forzosa ausencia de Internet a la que él mismo se había condenado, en ese momento no tenía modo de comprobarlo. (N. del P.)


[2] A la fecha no se ha podido establecer cuál es el Okigbo escrito por Okigbo y cuál el Okigbo escrito por Lomelí (o el autor oculto tras este seudónimo). Cuando la editorial me pidió este prólogo, acepté escribirlo a sabiendas de que el misterio quedaría allí, al arbitrio de los lectores. Juzgue cada quien.  

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