Eduardo Heras León
Un primer libro es siempre una apuesta al futuro: una joven sensible, a lo largo de sus pocos
años va acumulando vivencias, emociones, angustias, soledades y nostalgias.,
momentos de amor y de alegría, y esos sentimientos a veces complejos y
contradictorios, otras veces de dudosa certidumbre, que, a pesar de todo,
siempre enriquecen nuestra vida espiritual, no sabemos por qué extraño
mecanismo se van transformando en palabras, en voces que nos hablan, en
imágenes que exigen su sitio bajo el sol de nuestra imaginación; en una
palabra, se convierten en Poesía.
Y he aquí que en ese estado del espíritu
nuestra joven siente la urgente necesidad –bien lo saben los que alguna vez la
sintieron– de volcar ante el misterio de la página en blanco ese caudal de
vivencias. Unas veces controladas por la razón; otras, la mayor parte, dejando
correr la imaginación. O más bien dejándose ganar por la materia de los sueños
o “de esa sustancia conocida con que amasamos una estrella”, de que hablara
Nicolás Guillén. Y así surge, prístino e
individual, el Poema.
Cada día una flor, un niño, una paloma; unas manos, una calle, una ciudad;
o simplemente el Amor y la Poesía hacen surgir una palabra nueva, una imagen
oculta bajo los pliegues de la sensibilidad, la novedosa visión de una
nostalgia. La íntima emoción de la amistad y el Amor, vienen a engrosar cada
poema y así –ah, milagro de la creación– va surgiendo, casi sin darse cuenta
–compendio de emociones, muchas veces inadvertidas– el primer libro.
La joven Patricia Serra ha escrito su primer libro, Corazones bajo las pestañas y con él va a entablar su apuesta al futuro.
Ella, “inquieta/ abandonada/ rara/ difusa/ expectante/, húmeda/ sola/ lúgubre/ lacerada”/ , comienza su singular periplo por los ámbitos
de la Poesía, donde: “Siguen las manos
ensartando palabras/ hipnosis de un cementerio que respira/ No atino
respuestas/ heladas por la sangre/ mis uñas pulsan las tapas, bajo/ una
metamorfosis de lágrimas/ La garganta a punto de escapar/ sus voces en la
espalda/ aunando amigos que me enseñen/ la disciplina del silencio”/.
Casi todo el libro está signado por la nostalgia: por la tierna ciudad de
su infancia, colmada de mensajes y hermosos pájaros (¿mensajeros de la poesía y
la nostalgia?): “Atesoraré palomas/ que
se posen en mi espalda/ les tatuaré los mensajes de las cuevas/ que me habitan
(…) y le pido a la ciudad que me abra sus puertas/ más allá del mar/”. .
No es una nostalgia desgarrada, sino expresada como en sordina, como un susurro
deslizado a nuestros oídos, como si la voz
lírica, cubierta con un velo, no quisiera descubrir la íntima raíz de un dolor
que la tierra lejana concita: “Yo le dije
a La Habana que me esperara/ me diera
un indicio/ Ella se fue de una forma urbana/ que no entendí/ sólo escuché un
rumor que esparcían/ sus calles (...) Seguí mojando los pies en la calle Línea/
viendo los papalotes en colores/ Sentándome en el Malecón de cada a las olas/
para descubrir el secreto/ La Habana se sienta conmigo/ El sol le pinta una belleza rara en los
veranos”/.
Esta joven que caminó las calles que la vieron crecer, que cada día “pactaría oficio con la intemperie”, que tiene “tanta sed de la dulzura”, observa desde
el fondo de su corazón a los niños del mundo en crisis, donde cada día
desaparecen el amor y la ternura, y se pregunta: “¿Dónde sembraron sus sueños los niños de las calles/ En las tierras
áridas/ en los campos minados/ en los hilos de asfalto que borran el verde?/¿En
qué luna se guardan tantos ojos llenos/si el destierro los desgarró del vientre?/¿Quién
les explicará la culpa o la casualidad?/ Y ahora, sin cambiar ese tono tan
personal y entrañable del sujeto lírico, nos regala una hermosa metáfora que
retrata mejor que mil palabras a estos niños que son como proyectos inconclusos
de seres humanos: “Son mariposas rotas/ esperando
golpes de primavera/ alguna vez”/.
Los poemas de esta opera prima de
Patricia se despliegan en el campo de batalla de los recuerdos, “del Amor y otros demonios”, a
veces bajo la advocación explícita de Dulce María Loynaz, Gabriel Garcia
Márquez, Oliverio Girondo, Nara Mansur y Fernando Valverde, siempre transparentes, en voz baja, como
susurrándonos al oído “cada gota de sudor
y amor agazapado/ Las mariposas blancas, nocturnos/ que creía extintas desde mi
niñez/ los besos promiscuos entre
sombras y lunas/ Me encanta que me digas bella en ese idioma extranjero/ y que
mi cuerpo te responda en la distancia/ como un velero al viento”. Y cuando
la pasión, como en un rapto parece apoderarse del poema: “Una aurora de orgasmos en los dientes/ tu pene , mis nalgas, los senos,
el pelo, las pecas/ los besos/ hacer el amor (…)/, el sujeto lírico
difumina la impetuosidad del sexo y asume el amor como nostalgia, como un hito en
la memoria: “(…) y recordar la última vez
que te vi / Como se van los novios en los taxis/ los novios en la acera / Con la garganta en la mano y una sonrisa/ Romper
los bolsillos de tanto hacer/ o sembrar flores de balcón que sepan amar”.
Patricia Serra, con la impaciencia (y el talento) de una nueva y destacada
voz lírica, recorre un notable diapasón de temas y los asume desde una
sensibilidad y un oficio impropio de una poeta que se inaugura con este libro,
que puede ser el inicio de una obra que deje su huella en la más joven poesía cubana.
Ya dije que un primer libro es siempre una apuesta al futuro. Y luego de su
lectura, los lectores estarán de acuerdo conmigo en que esta vez Corazones bajo las pestañas ganará esa
apuesta.
Corazones bajo las pestañas, de Patricia Serra, en Amazon:
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