Jorge Volpi
Si algo
sorprende en La tradición del presente,
de Carlos Cortés, es la mesura y la lúcida distancia con que retrata un mundo
que, como él mismo reconoce, parece haberse extinguido: esa Edad de Oro de la
literatura latinoamericana que se extiende entre la publicación de Ficciones y Pedro Parámo, y el Premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa en
2010. Más que como un periodista o un crítico literario —aunque destaque en ambas
disciplinas—, Cortés se comporta como un arqueólogo capaz de desenterrar,
limpiar, estudiar y exhibir esas reliquias de una civilización extinta, de
ubicarlos en su contexto y de analizarlos con la pericia y el amor que sólo
puede tener alguien que ha dedicado su vida a esta apasionante empresa.
Conocí a Carlos Cortés en el que,
para los escritores de mi generación, resultó un encuentro mítico: la reunión
organizada por la editorial Lengua de Trapo y la Casa de América de Madrid en
1999 con motivo de la aparición de la antología Líneas Aéreas. Yo acababa de publicar En busca de Klingsor y allí pude encontrar a quienes serían desde
entonces mis compañeros de batallas: de Edmundo Paz Soldán a Alberto Fuguet, de
Alejandra Costamagna a Fernando Iwasaki o de Rodrigo Fresán a Santiago Gamboa,
por sólo nombrar a unos cuantos. Entre ellos, Carlos destacaba por su sobriedad
y su elegancia, así como por un humor sutil, casi británico, en medio de los
excesos de tantos otros de los participantes. Poco después lo reencontré en San
José de Costa Rica, un país al que me une un cariño especial, y desde entonces
nos hemos encontrado en distintas partes del mundo, si bien no con la
frecuencia que nuestra complicidad exigiría.
Tras leer sus novelas y textos
periodísticos, sumergirme en La tradición
del presente no ha hecho sino confirmarme la peculiar simpatía que me une
con él: si no fuera poco creíble decir esto en el prólogo a un libro que
incluye un ensayo sobre una de mis novelas, diría que se trata de uno de los
más lúcidos y serenos ensayos literarios que he leído en muchos años. Igual que
Cortés, yo también creo que la literatura latinoamericana —o más bien la narrativa latinoamericana— ha
desaparecido en nuestros días. Nada queda de aquella sensación de hallarnos
frente a una corriente colosal, en la cual era posible distinguir ciertos
rasgos característicos —la imaginación, la fantasía, la crítica social, la
ambición formal, la polifonía y los ecos del pasado—, como en ese período tan
fecundo y tan anómalo encarnado por el boom y sus coetáneos.
Era inevitable que sea así. Después
de que una horda de visionarios modelase ese corpus —esa civilización— a lo
largo de medio siglo, la decadencia o la extinción de sus principios resultaba
inevitable. Ello no implica, por supuesto, que al desaparecer la literatura latinoamericana hayan
desaparecido los escritores
latinoamericanos; sólo que éstos ya no son claramente identificables, no
defienden los mismos principios estéticos y políticos y no se asumen como
portavoces o conciencias de América Latina, como ocurrió en el apogeo de García
Márquez, Vargas Llosa y Fuentes.
Sepultados los colosos, queda sin
embargo otro mundo por descubrir, por revelar: el de aquellos que, queriéndolo
o no, han seguido sus pasos. Esas nuevas especies que encuentran en el boom su
antecesor común y su principal fuente de conflicto, con Bolaño como máximo ejemplo.
En este panorama movedizo, Cortés nos sirve como el mejor guía posible. Se
trata de alguien que, en vez de tener una hipótesis preestablecida, como tantos
otros estudiosos, prefiere desmenuzar con cuidado extremo tanto los fenómenos
generales como las conductas y las obras de los escritores de la región: esas
especies mutantes que todavía no hemos sido capaces de clasificar.
Tras revisar las obras de algunos
maestros latinoamericanos y de insertar tres magníficos perfiles de tres
extranjeros imprescindibles, Cortés se lanza a explorar otras regiones, en
particular el desarrollo que a lo largo de los últimos años ha tenido la
crónica. A continuación, se detiene a reflexionar y especular sobre su propia
zona geográfica —esa siempre inasible Centroamérica— para luego dedicar algunas
de las mejores páginas de La tradición
del presente a examinar, con idénticas dosis de celo y de destreza, de
cariño y de cuidado, algunos libros y autores que le parecen indispensables a
la hora de trazar el mapa de nuestro tiempo. Conviven en sus observaciones toda
clase de especies, marinas y terrestres, anfibias y voladoras, con puntos
particularmente agudos al revisar el papel de los clásicos del boom e insertar,
entre ellos, esas voces nuevas o discordantes tan necesarias para escapar de
los prejuicios.
Quien se adentre en La tradición del presente, no dejará de
sentir un punto de nostalgia al constatar el esplendor de un mundo ido, pero a
la vez se quedará con la esperanza de que el Nuevo Mundo que Cortés anticipa se
alza ya, con fuerza propia, entre nosotros.
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