Tonada de un viejo
amor comienza con una certeza y termina con una
incertidumbre, como deben comenzar y terminar los buenos libros. No es una
historia de amor, aunque esté narrada con la intención primera de atrapar, de
conmover, incluso, de impresionar. Es un relato sobre el sentido de la fatalidad,
y esa es la lectura que quiero darle hoy, pese a que ayer le di otra, y mañana
podré, sin dudas, darle una muy distinta. Pero ésta de hoy es la que yo
quisiera que se llevaran ustedes a casa.
Tonada…
va ya por su quinta edición, y cada vez que se imprime, cobra nueva vida, porque
dentro de su clásico revestimiento, es ésta una novela inquietante, que nos
hace pensar que hay en sus páginas mucho más de lo que nuestros ojos leen. No
se trata sólo de una narración marcada
por el incesto, entre un tío playboy
y su sobrina carnal, ubicada en un rígido pueblo mexicano de los años 40 del
siglo XX. Tonada de un viejo amor es
realmente la historia de la imposibilidad; y de esa fatalidad y ese
determinismo que pudiera muy bien ser también otra especie de naturalismo
literario. ¿Sería aventurado referirnos a un neonaturalismo? No cabe dudas
que existe un determinismo expresado en la frustración de la protagonista,
Cristina, quien vive ahogada entre las convenciones de su familia, una raza de
hombres y mujeres genéticamente programados para continuar perpetuando su
especie de vinicultores, mediante casamientos disparejos y un sentido de
inamovibilidad caracterizado por fiestas pueblerinas abundantes de vino y
lujurias secretas, las cuales por fuerza no han de conducir a ninguna parte.
De ahí las alusiones al ajedrez que desde
el inicio de la novela, mediante el exergo de Borges, menciona Lavín. No hay en
esta historia movimientos reales posibles, mucho menos exitosos. Cuando la dama
intenta dar un largo paso, en cualquier dirección, ha de impedírselo incluso un
simple peón. Esto se refleja también en el viaje de Cristina a la ciudad. A la
muchacha le frustra darse cuenta que en el México citadino tiene lugar una vida
diferente, para ella, una vida superior.
De esta suerte, Cristina, más que
sentirse decepcionada por no poder disfrutar abiertamente del amor de Carlos, odia
el no poder vivir como los personajes famosos de su época. Sobre esta impresión
que causó en ella la “ciudad de los palacios”, discurre la joven, dando
muestras, por otra parte, de un bovarismo
desmesurado.
“Aquí
los amores prohibidos se volvían realidad, cada quien amaba a quien quería:
María Félix, después de haber estado casada con Agustín Lara, que la volvía
canción y eternizaba su belleza, se casaba con Jorge Negrete. La hija del
general Mondragón se enamoraba de un pintor viejo y dejaba a su importante
marido. El público que se escandalizaba, agradecía el escándalo: las pruebas de
vida. Tenía que reconocerlo, la ciudad atizó la ira de su corazón. Pero la
había provisto de imágenes y palabras, música y atardeceres distintos como para
que no nada más se la tragara el polvo seco del desierto o su almohada de
señorita rica, inútil, sin más oficio que el uso de las tijeras, la aguja y el
dedal”.
El popular bolero “Solamente una
vez”, que da título a la primera de las dos partes en que se divide la novela,
los referentes a la música jazz, tan cosmopolita y a la vez tan acorde a la
época descrita en la novela, el cuadro que se hace pintar desnuda Cristina,
todo esto, reafirma la idea de una novela-mosaico, de una novela-caleidoscopio,
en la que las escenas eróticas, que abundan, son descritas también con fuerza y
sin tapujos. Lavín escribe sin miedo a escandalizar, porque es su pluma una
pluma refinada. Valga este pasaje como uno de los mejores ejemplos de un
encuentro sexual que no teme el grafismo más natural y elegante:
“Una
vieja silla de palo era el lugar donde Carlos se sentaba después de que uno a
otro se desnudaban con furia y Cristina a horcajadas se ensartaba en aquel pene
lustroso, el único que ella conocía, el único que ella deseaba, porque deseo y
amor eran lo mismo. Carlos, que había probado mujeres a capricho, nunca antes
había sentido un placer tan acusado, una erección tan prolongada, una secreción
tan abundante como la que le sobrevenía mientras las nalgas blancas y redondas
de Cristina se apoyaban en sus ingles”.
Y cuando Carlos descubre, para su
desasosiego, que siente también pasiones sexuales desbordantes por su esposa
fea y mojigata, un lector pasivo puede llegar a confundirse, pero un lector
activo sabe que hay aquí fuertes tintes del naturalismo más zolesco, ese que
postulaba en sus manifiestos, que es la influencia de la herencia y del
ambiente lo único que importa en el desenvolvimiento de los personajes.
Tonada
de un viejo amor es una novela para reivindicar, si cabe esta palabra, una y
otra vez. Una novela, en suma, para disfrutar una y otra vez, y es que, como
dijera en cierta ocasión Italo Calvino, “los clásicos son esos libros de los
cuales suele oírse decir: “Estoy releyendo...”
y nunca, “Estoy leyendo.”
Greity
González Rivera
Julio 9, 2015
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